BlogComentario del Evangelio

Domingo XXVIX del Tiempo Ordinario, San Mateo 22,15-21

En este Domingo XXVIX del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

Los fariseos convienen en proponer a Jesús una cuestión capciosa, en materia gravísima, de orden constitucional y político, si es lícito pagar el tributo que los emperadores romanos habían impuesto al pueblo judío. Un tributo es una señal de sumisión y vasallaje, que el pueblo de Dios, a lo menos en principio y fundándose en la naturaleza de su constitución teocrática y en las mismas promesas de Dios, no quiso rendir jamás a ningún otro pueblo sino por la pura fuerza.

“En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron…”.

La integridad soberana del alma de Cristo atraía a los fariseos, la libertad inaudita con la que vivía en medio de su pueblo y su independencia de todo poder de este mundo impresionaba tremendamente a sus contemporáneos, y hasta sus propios adversarios se verán obligados a reconocer esa libertad de sus opiniones.

Comienzan los discípulos de los fariseos con una introducción llena de adulación: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad”, das a los hombres las normas verdaderas para que ajusten su vida a la voluntad de Dios, “sin que te importe nadie”, no te dejas mover por autoridad ni razón de otro, sino que eres independiente en tu criterio: porque no miras la condición de las personas”, no atiendes el poder, la dignidad, la fortuna, sino que das tu parecer según la justicia de las cosas.

La adulación es tendenciosa, y se dirige a arrancar a Jesús una declaración contraria al tributo del César: Y le preguntan, abordando de lleno la cuestión:

Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?”.

La maldad de los fariseos está aquí en querer perder a Jesús por aquello mismo que ellos profesaban y que creían la mayor gloria de su pueblo: la independencia.

Jesús está mal mirado por los dirigentes fariseos y, tam­bién, por los simpatizantes de Herodes. Ambos grupos tratan de encontrar alguna razón para acusarle formal­mente y provocar su desa­parición. La pregunta que le hacen si se ha de pagar tri­buto al César o no, es de suma importancia y en­traña una gravedad comprometedora. Si contesta que no había que pagar le acusa­rán de sedicioso contra el poder de Roma. Si contesta que sí había que pagar, era una traición al pueblo de Israel que solamente admitía la soberanía de Dios y el César no era considerado representante de Dios.

La insidia era demasiado manifiesta y villana para que Jesús, que no hacía acepción de personas, no la pusiese de relieve: lo primero que hace es descubrir ante el pueblo sus intenciones perversas:

“Pero Jesús, conociendo su malicia, les dijo: ¿por qué me tientan? Enséñenme la moneda del impuesto”.

Jesús no puede dar contestación a esa pregunta en el sentido que esperan quienes se la hacen. Jesús sitúa el planteamiento de la cuestión a un nivel más profundo: lo importante es que el hombre, que lleva en sí grabada la imagen de Dios, se entregue por completo a Él. En este caso, puesto que los fariseos y sus discípulos aceptan la autoridad y los beneficios del imperio romano, que so­porten también sus leyes y exigencias.

Evitemos la hipocresía aduladora. Es la gran desgracia de los grandes hombres, o de aquellos que ocupan puestos elevados y de responsabilidad.

Es interesantísimo el momento: la sabiduría de Jesús va a confundir la maldad de sus adversarios:

“Le presentaron un denario. Él les preguntó: ¿De quién es esta cara y esta inscripción?”.

“Le respondieron: «Del César»”.

“Entonces les dijo: «Pues denle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»”.

Jesús reconoció la autoridad civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero avisó claramente que había que guardar los derechos superiores de Dios.

Muy sabia respuesta que ha pasado a ser en todos los pueblos un adagio en que maravillosamente se concretan los deberes y derechos de los hombres en las relaciones con Dios y con las autoridades de la tierra. Estas tienen derecho a exigir justos tributos; los súbditos tienen el deber de pagarlos; ello debe ser sin mengua de los derechos de Dios y de la religión; cuando hay colisión, primero es Dios que los poderes de la tierra, que no pueden exigir nada contra la piedad y los preceptos del Señor.

Dice san Juan Crisóstomo: “Cuando oigas estas palabras, sepas que ellas sólo se refieren a lo que no es en perjuicio de la piedad y del servicio de Dios: que si así no fuera, no es tributo del César, sino del diablo”.

Añade san Hilario: “Paguemos a Dios lo que de Dios es: el cuerpo, el alma, la voluntad; somos la moneda de Dios, que llevamos grabada su efigie, y a Dios nos debemos. Pero el oro, que lleva la efigie del César démoslo al César, en la justa medida que él lo reclame. Al César las riquezas; pero a Dios la conciencia, que es la máxima de las riquezas”.

Nos enseña el Catecismo: “El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política”.

La actitud de Jesús, manifestada en la respuesta que les da, radica en conjugar la opción social de pagar el impuesto al César con la opción religiosa de fidelidad a Dios que implica una total e íntegra dedicación a quien es, verdaderamente, el único Se­ñor.

Es esto un símbolo y un presagio de lo que ha sucedido en el decurso de la historia: la verdad de Jesús ha triunfado, en sus dos formas de combate, del pensamiento humano: en cuanto lo ha conquistado con los prestigios de la verdad misma; y en cuanto ha deshecho todo reparo, todo error, toda insidia de la inteligencia del hombre, en todos los siglos y en todos los planos en que se ha entablado la disputa.