Domingo IV de Pascua | Juan 10,11-18
En este Cuarto Domingo de Pascua y la Jornada Mundial de oración por las vocaciones, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
“En aquel tiempo, dijo Jesús: Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas…Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas”.
Jesús se presenta a sí mismo como “el buen Pastor” anunciado, no sólo de Israel, sino de todos los hombres. Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su caridad de buen pastor. Él siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor; Él busca las dispersas y las descarriadas y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una, las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas, para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrección, como canta la liturgia de la Iglesia: “Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya”. Él quiere congregar a todos en un solo rebaño bajo el cuidado de un solo pastor.
San Gregorio comenta: “Él añade la manera de ser del pastor bueno, para que nosotros le imitemos. Hizo lo que aconsejó, manifestó lo que mandó, dio su vida por sus ovejas, para hacer de su cuerpo y de su sangre un sacramento para nosotros y para poder saciar con el alimento de su carne a las ovejas que había rescatado. Se nos puso delante el camino del desprecio de la muerte, que debemos seguir, y la forma divina a la que debemos adaptarnos. Lo primero que debemos hacer es repartir generosamente nuestros bienes entre sus ovejas, y lo último dar, si fuera necesario, hasta nuestra misma vida por estas ovejas. Pero el que no da sus bienes por las ovejas, ¿cómo ha de dar por ellas su propia vida?”.
Yo soy alguien para Jesús. Soy importante para Él. El Señor ha arriesgado su vida por mí. Todo hombre es importante para Jesús. Está dispuesto a batirse por él ante el lobo del pecado.
La Iglesia es el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció a través de los profetas. La Iglesia experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio profético y, con alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios. Él, el Pastor de las ovejas, encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar el rebaño de Dios. Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta.
La finalidad de la educación del cristiano es llegar, bajo el influjo del Espíritu, a la plena madurez de Cristo. Esto se verifica cuando, imitando y compartiendo su caridad, hacemos de toda nuestra vida un servicio de amor, ofreciendo un culto espiritual agradable a Dios y entregándonos a los hermanos. El servicio de amor es el sentido fundamental de toda vocación cristiana, que encuentra una realización específica en la vocación del sacerdote. Él es llamado a revivir, en la forma más radical posible, la caridad pastoral de Jesús, el amor del buen Pastor, que “da su vida por las ovejas”.
No nos cansemos jamás de educar a nuestros niños, adolescentes, jóvenes y adultos al compromiso, al significado del servicio gratuito, al valor del sacrificio, a la donación incondicional de sí mismos.
El don de nosotros mismos, raíz y síntesis del amor de caridad, tiene como destinatarios a la Iglesia y a todos los hombres. Así lo ha hecho Cristo que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella y por todos; así debemos hacerlo cada uno de nosotros y muy especialmente los sacerdotes. Con la caridad pastoral, que caracteriza el ejercicio del ministerio sacerdotal como una tarea de amor, el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio, es capaz de hacer de éste una elección de amor, para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porción de Iglesia que le ha sido confiada. El don de sí no tiene límites, ya que está marcado por la misma fuerza apostólica y misionera de Cristo, el buen Pastor, que ha dicho: “Tengo, además, otras ovejas que no son de este rebaño, también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”.
San Cirilo de Alejandría dice: “El distintivo de la oveja de Cristo es su capacidad de escuchar, de obedecer, mientras que las ovejas extrañas se distinguen por su indocilidad. Comprendemos el verbo “escuchar” en el sentido de consentir a lo que se le ha dicho. Y las que lo escuchan las reconoce Dios, porque “ser conocido” significa estar unido a Él. Nadie es totalmente ignorado por Dios. Porque, cuando Cristo dice: “Yo conozco mis ovejas”, quiere decir: “Yo las acogeré y las uniré a mí de una forma mística y permanente”. Se puede decir que al hacerse hombre, Cristo se ha emparentado con todos los hombres, tomando su misma naturaleza. Todos estamos unidos a Cristo a causa de su encarnación. Pero aquellos que no guardan su parecido con la santidad de Cristo, se le han hecho extraños”.
Yo también soy conocido de ese modo. Gracias, Señor, por ese amor.
“Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla”.
El Hijo de Dios bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado, al entrar en este mundo, dice: He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad. En virtud de esta voluntad somos santificados, gracias a la oblación que hizo de sí mismo el Señor una vez para siempre. Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora. El sacrificio de Jesús por nuestros pecados es la expresión de su comunión de amor con el Padre.
Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, nos amó a todos y a cada uno hasta el extremo. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. Jesús aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente”. De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la muerte.
Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo para reparar nuestra desobediencia.
Jesucristo realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar. Por otra parte, él afirma explícitamente: “Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre”.