BlogComentario del Evangelio

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, San Mateo 22,1-14

En este Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

 “En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló: El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo”.

Por medio de esta parábola Jesús nos invita al banquete del Reino. La parábola del banquete de bodas nos da una lección: el rey es Dios; el banquete de bodas es la felicidad del cielo, ya que el novio es el Hijo del Rey, el Mesías, el Hijo de Dios; Jesús se presenta como el Esposo, a cuyo banquete nupcial invita el Padre a todas las gentes. Dios sueña con una fiesta universal para toda la humanidad, una fiesta de bodas, por la alegría de la redención de la humanidad por medio de los esponsales con el Hijo de Dios. La esposa es la Iglesia, adquirida por la sangre de Cristo. Es condición indispensable para nuestra felicidad ser partícipes de estas bodas. Ellas son el camino único y verdadero para llegar a las bodas definitivas y eternas del cielo.

 “Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir”.

Los criados son los distintos antiguos profetas del Antiguo Testamento; los invitados que no aceptan la invitación son el pueblo de Israel. El Padre invita, llama, propone, ama. Y cada uno estamos invitados a responder a esa llamada, a ese amor, a esa relación con Dios. La respuesta de muchos es negativa, antes y ahora.

Los convidados que no quieren participar de la boda son todos aquellos que rechazaron la predicación de los profetas, los indiferentes a Dios, los que no quieren gustar los manjares del Señor que se les ofrecían: Las Sagradas Escrituras

“Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Vengan a la boda”.

Dios movido por su bondad infinita y apelando a los beneficios que les esperan a los que acepten la invitación, llama con insistencia y envía nuevos criados, que fueron los Apóstoles y discípulos de Cristo después de la Ascensión, anunciando que ya estaba preparado todo lo relativo al gran banquete de las bodas del Hijo de Dios hecho hombre con la Iglesia: el Cordero inmolado para la redención y santificación del mundo, instituidos los sacramentos, abiertas las fuentes de la gracia, la devoción a la Virgen María y a los santos…

“Los invitados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; otros agarraron a los criados y los maltrataron hasta matarlos”.

Es indigna la conducta de los invitados, altiva y groseramente despreciaron la invitación. Prefirieron vivir despreocupados de Dios, entregados a sus intereses y placeres, absorbidos por sus negocios terrenos. Otros se rebelaron contra los enviados del Rey. Así ocurrió en los tiempos de los profetas y ocurre ahora, en tiempo de la Iglesia.

“Luego dijo a sus criados: La boda está preparada, pero los invitados no se la merecían. Vayan ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encuentren invítenlos a la boda”.

Los enviados son los obispos y sacerdotes. Los que son llamados de los caminos son los pecadores y los paganos; los caminos representan las distintas maneras de vivir de los hombres, buenas o malas. Nadie puede desesperar, pues no existe condición ajena al cristianismo, porque ante Dios no hay acepción de personas. Todos están llamados a la felicidad de Dios.

“Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de invitados”.

Es la Iglesia, una comunidad de hijos de Dios, mezcla de toda clase de razas y condiciones sociales, pueblo de buenos y malos, de pecadores y santos. El Padre quiere salvar a todos, por eso invita a todos.

“Cuando el rey entró a saludar a los invitados, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿Cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”.

El invitado que acude al banquete sin el traje de fiesta es el que responde a Dios sin las obras de la caridad que deben acompañar a la fe. No basta pertenecer a la Iglesia. Si Dios llama es a condición de que los invitados trabajen por su santidad personal. Para entrar en el reino hay que revestirse de Cristo, revestirse del hombre nuevo. El vestido de fiesta es la santidad cristiana, la vida ajustada a Jesús. La salvación no es automática. Hay que corresponder cada día a la gracia de Dios, al don de Dios.

“Entonces el rey dijo a los sirvientes: Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

Nadie puede huir de la justicia divina. El que se ata libremente al pecado acaba en las tinieblas, en la pena de daño, excluido del reino de la luz y la paz eternas; en la pena de sentido, sin alivio, sin esperanza, en medio de tormentos y dolor eterno.

Como no sabemos el día ni la hora, es necesario que estemos en vela. Para que cuando acabe nuestra vida en la tierra merezcamos entrar con Él en la boda del cielo y ser contados entre los santos.

Jesús acaba su parábola con estas palabras:

“Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.

Palabras que se aplican a los hombres y mujeres del pueblo de Israel que acogieron el Evangelio; se aplican a los de los otros pueblos que en pequeño número han entrado en la Iglesia; y pueden también aplicarse a los que perteneciendo a la Iglesia se salvan.