Te doy Su Palabra

Comentario del Evangelio del VI Domingo de Pascua, Juan 14,23-29

Muy queridos hijos:

Que la gracia, la misericordia y la paz de Dios, nuestro Padre y de Jesucristo resucitado, el Señor, estén con ustedes.

Lo anunciamos con gritos de júbilo, lo publicamos y lo proclamamos hasta el confín de la tierra: el Señor ha rescatado a su pueblo, aleluya. Estamos ya en el sexto domingo de Pascua, y a medida que avanza este tiempo santo, vamos experimentando el hambre y la sed del Espíritu Santo, porque nos damos cuenta de que la nueva vida que Jesucristo nos ofrece en su Iglesia, consiste en vivir bajo la acción constante del nuevo Defensor de nuestras vidas. Es lo que estamos comprobando en la lectura de los Hechos de los Apóstoles: la Iglesia naciente expande la buena noticia y crece animada por el fuego del Espíritu Santo y su amor. Él es el agente principal de la nueva evangelización. Cuando surgen problemas, como el que nos relata la primera lectura, lo solucionan reuniéndose para dialogar siempre en clima de oración y ayuno. Es la comunión con Cristo en el Espíritu Santo. La decisión final la toman bajo la inspiración del Espíritu Santo. Así lo escriben: “hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…”

El problema, que había provocado una violenta discusión con Pablo y Bernabé, era que algunos cristianos, provenientes del judaísmo, querían que los nuevos creyentes, que antes eran paganos, fueran obligados a ser circuncidados y a cumplir las prácticas judías. Querían que primero se hicieran judíos, y luego se bautizaran cristianos. Pero el Espíritu Santo los ilumina para que disciernan y decidan en ese primer Concilio de Jerusalén, por unanimidad, que no hay que obligar a los paganos a cumplir la ley de Moisés y las tradiciones judías.

De esta manera, como he dicho al principio, las comunidades cristianas van aumentando con la integración pacífica de judíos y paganos. Todos viven en la armonía del amor cristiano, alegres incluso aunque tengan que sufrir persecución. Así todos los pueblos van conociendo la buena noticia de Jesucristo Salvador, y desde muchos corazones brota la alabanza y la bendición. Esta es nuestra respuesta al Salmo: “oh Dios, que todos los pueblos te alaben”.

Una vez más, con san Juan entramos en el Cielo. Hoy, en la lectura del Apocalipsis, nos cuenta una nueva visión de la ciudad Santa de Jerusalén, que desciende del cielo, de parte de Dios y que tiene la gloria de Dios. Contempla su resplandor semejante a una piedra preciosa de jaspe cristalino. Esta ciudad tiene una muralla con 12 puertas y 12 cimientos. 12 puertas con los nombres grabados de las tribus de Israel, y 12 cimientos con los nombres de los12 apóstoles. Es una impresionante manifestación de la Iglesia, que integra el antiguo y el nuevo testamento, el antiguo y el nuevo Israel. En esta ciudad celestial, fortificada por esta magnífica muralla, no hay santuario, porque el santuario es el mismo Dios Padre y Jesucristo, Dios todopoderoso y el Cordero. Este Cordero, que es Jesucristo, ilumina la ciudad con su gloria. Él es la luz del mundo y la luz de la eternidad. ¡Qué hermosa es nuestra Iglesia! Nos quedamos como extasiados ante tanta belleza. Esto es lo que nos espera, hermanos: también nuestros nombres están grabados en el Cielo. Allá compartiremos la gloria de todos los bienaventurados, en la comunión perfecta con Dios.

Pero de alguna manera, comenzamos el Cielo ya aquí en la tierra, porque, como dice Jesús: “el que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos morada en él”: el Cielo es la inhabitación de las Personas divinas en nuestras almas. Esto es muy importante que lo entendamos bien, hermanos. Nos dice el Señor que, si lo amamos de verdad, guardaremos su palabra, es decir, escucharemos, aceptaremos y cumpliremos lo que él nos dice. El mismo apóstol y evangelista San Juan nos asegura en sus cartas que el que dice que ama Dios y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él. El amor al Señor se demuestra en la obediencia. Así lo afirma hoy Jesús en el Evangelio: “el que no me ama no guarda mis palabras”.

Jesús empieza a despedirse de los discípulos, y los anima diciéndoles que no se turbe su corazón ni se acobarde… Realmente dan mucha pena las despedidas de las personas que amamos. Pero el Señor les dice que, si lo aman, deben alegrarse de que vuelva al Padre. Así es, hermanos, debemos alegrarnos de que Jesús ascienda a la derecha del Padre: es lo que se merece. Debemos alegrarnos también de que nuestros seres queridos partan de este mundo a la casa del Padre, aunque lloremos su ausencia y los extrañemos. Por otro lado, Jesús dice: “me voy y vuelvo a vuestro lado”. Esto significa que nuestra muerte es Jesús, que viene a buscarnos, para llevarnos con él. Pero también es el anuncio de que, desde la derecha del Padre, nos envía el Espíritu Santo, que va a estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.

El Padre va a enviar el Espíritu Santo en el nombre de Jesucristo. Este Espíritu del Padre y del Hijo, llegará como “Paráclito”, es decir, como aquel que viene cuando se lo llama, como el que nos acompaña y protege siempre, como el nuevo Maestro que forma a los discípulos y nos hace enamorarnos de Jesús; como el Defensor que va a estar siempre con nosotros. El Espíritu Santo será quien nos lo enseñe todo y nos recuerde todo lo que nos ha dicho Jesús, para comprender en plenitud y vivir sus enseñanzas. Esta promesa la vemos cumplida en el libro de los hechos de los apóstoles y en todos los escritos del Nuevo Testamento.

Es espectacularmente asombroso el cambio que se realiza en los apóstoles, a partir del día de Pentecostés. ¡Qué testimonio de vida! Aquí está la razón por la que nosotros estamos anhelando y atrayendo la venida del Paráclito, con nuestra oración constante, unidos a la Virgen María. No dejemos de suplicar, cada día, la efusión de los dones del Espíritu Santo, que viene a consolarnos y a hacernos testigos y misioneros del Evangelio con la vida. Es lo que más necesitamos.

Ahora que seguimos desconcertados por la guerra en Ucrania y en otros lugares del mundo, nos consuelan las palabras del Señor: “la paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo”. Como decimos en la Misa de cada día: “Señor, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad”. No dejemos de orar por la paz en el mundo y por la unidad y la paz en nuestra Iglesia. Que nuestras súplicas suban hasta el Señor, con la ofrenda del sacrificio de la Eucaristía, para que, purificados por su bondad, recibamos el Sacramento de su inmenso amor, la fortaleza del Alimento de salvación. Amén.

#PalabraDelSeñor

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