Domingo XXII del Tiempo Ordinario, San Mateo 16,21-27
En este Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El Señor anuncia por primera vez su pasión, muerte y resurrección.
“Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
Al glorioso papel del Mesías, une el, doloroso papel del Siervo sufriente. El verdadero Mesías es éste. Es Jesús mismo quien explica quién es Él. Sólo Él conoce su propio misterio, su verdadera identidad. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación.
Este anuncio siembra el desconcierto en los discípulos, la decepción y el rechazo. Ni siquiera el anuncio de la resurrección les tranquiliza. Y es el apóstol Pedro el que lo manifiesta en nombre de todos. “Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. ¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”.
En la mentalidad de san Pedro no cabe la idea del fracaso de Jesús. Para él Jesús es un Mesías victorioso por la fuerza humana, que debe ser reconocido por todos. Su misión no puede acabar con la muerte. No había entendido todavía que el Señor debía sufrir y morir.
“Jesús se volvió y dijo a Pedro: Ponte detrás de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios”.
Jesús dirige a Pedro las palabras más duras del evangelio que se puedan decir a un hombre, semejantes a las usadas para expulsar a los demonios. Pedro se convierte en tropiezo, en obstáculo, en tentación, como si asumiera el papel de Satanás, porque quiere alejarle de su pasión. Le quedaba mucho por madurar. Todavía su pensamiento era muy mundano. Por eso, el Señor le increpa y le invita a tomar la actitud del verdadero discípulo: seguir al Maestro en el camino que éste ha de recorrer.
El apóstol san Pedro es fiel reflejo de lo que nos sucede a nosotros. Cuando las cosas salen bien somos capaces de confesar a Jesús como Dios. Pero cuando nos visitan las adversidades, el sufrimiento, la incomprensión, no aceptamos bien el camino que recorre Cristo. Pretender que la finalidad del cristianismo es una receta para el progreso y el bienestar común sin sufrimiento es la nueva forma de la misma tentación de Pedro.
“Entonces dijo Jesús a sus discípulos: si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”.
Jesús añade ahora una enseñanza sobre el camino que han de seguir todos sus discípulos. El camino es Él mismo. Es un camino que nos lleva a perder la vida por Jesús para encontrarnos y entendernos a nosotros mismos y salvarnos. Jesús llama a sus discípulos a tomar su cruz y a seguirle porque Él antes sufrió por nosotros dándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas. Él va por delante y quiere asociarnos a su sacrificio redentor a nosotros que somos sus primeros beneficiarios.
A nosotros nos cuesta también mucho aceptar este programa salvador de Dios. Todos nosotros necesitamos ser instruidos continuamente por el Señor para que seamos conscientes de que su camino no es camino de gloria y poder de este mundo, sino camino de olvido y negación de sí mismo, de lucha contra nuestras malas tendencias, camino de penitencia y de cruz y, lo más bonito, de vivirlo todo con Él.
Todos los cristianos auténticos lo han entendido así. “Hay que seguir desnudos al Cristo desnudo”, clamaba san Jerónimo. La cruz es una bendición. San Agustín lo dijo bellamente: “Los hombres signados con la cruz pertenecen ya a la gran casa.” “Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo”, añade Santa Rosa de Lima.
“¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”
La fe en Dios y el seguimiento de Cristo nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él. “¡Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti! ¡Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti! ¡Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti”, oraba San Nicolás de Flüe!
Para salvarse hay que perder. La renuncia cristiana no es un fin en sí misma, es la condición para una vida en plenitud. ¡Por la renuncia Jesús nos propone un desarrollo, una expansión de vida total y eterna!
¿Qué clase de bienes estoy deseando: los del mundo que pasan y se pierden, o los de la verdadera vida, ¿los de la vida eterna?
¡Señor, no permitas jamás que por pretender ganar lo del mundo perdamos nuestra vida de gracia y la paz del alma!
El Espíritu Santo es el que nos hace recobrar nuestra vida de gracia. “Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna” (San Basilio Magno).
“Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles y entonces pagará a cada uno según su conducta”.
La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a aceptar o rechazar la gracia de Dios manifestada en Cristo. Jesús nos repite la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. Jesús nos hace una advertencia muy seria. Nos espera un juicio del cual nadie se logrará librar. Nuestra vida va a desembocar en un balance final, en una rendición de cuentas. Quienes sacrificaron sus vidas para la gloria de Dios, extensión del Reino de Cristo y mayor bien de sus prójimos, esos sí ganaron la vida eterna. Los que no perdieron su alma para siempre.