Domingo XIX del Tiempo Ordinario, San Mateo 14,22-33
En este Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El milagro de la tempestad calmada abre los ojos de los discípulos ante la omnipotencia de Jesús.
“Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente”.
La gente, maravillada por el milagro, quiso arrastrar a Jesús a una aventura política: proclamarle rey. El Señor, que conoce bien a sus discípulos, tan partidarios de un mesianismo temporal, les ordena que se alejen de allí y partan a la otra orilla. Jesús en su pedagogía para formar a los discípulos se sirve del lado de Genesaret, el lago del riesgo y de la vida.
“Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo”.
Jesús ha vivido una jornada colmada de emociones. Necesita de la soledad y del silencio para encontrarse con el Padre en la oración. Jesús en sus enseñanzas y en su vida, es, ante todo, un orante. La oración para Él es mucho más que la respiración de su alma, es el signo visible de ese contacto amoroso y permanente con el Padre.
Contemplamos en ti, Señor, esa necesidad de orar que embarga tu Corazón.
¿Creemos en el valor y en el poder de la oración? ¿Tenemos el mismo deseo de soledad, de silencio, de estar con el Padre?
“Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario”.
“La barca es nuestra vida: la tempestad la llevamos dentro cada uno de nosotros, porque la levantan los vientos de toda concupiscencia”.
San Agustín
La barca en que se encuentran los discípulos, es una imagen de la Iglesia, acosada en la noche del mundo por vientos contrarios de falsas doctrinas y fuerte oleaje de sus enemigos.
“A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma”.
Jesús contraviene las leyes de la naturaleza y demuestra a los discípulos que es Señor de los elementos. La aparición del Señor de esta forma tan insólita llena a los discípulos de miedo, unido esto a la oscuridad de la noche, al oleaje del lago y al peligro en que se encontraban sus vidas, no es extraño que gritaran espantados.
“Jesús les dijo en seguida: «Ánimo, soy yo, ¡no tengan miedo!»”.
Su voz conocida les tranquiliza. Podían recuperar la serenidad y las fuerzas, porque aquí está el Señor del lago. Jesús inspira confianza, su palabra obra lo que expresa, porque es Dios.
“Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». Él le dijo: «Ven»”.
Pedro está asombrado y sobrecogido ante la presencia de Dios en Jesús y por eso lo llama “Señor” y no maestro como antes lo llamaba. Pedro le pide que le permita también a él andar sobre las aguas para ir a su encuentro y, por la fuerza de su fe en la palabra de Jesús, comienza a caminar sobre el lago.
La fe nos impulsa a creer en una palabra que invita y a apostar por una realidad que se juzga más real que la misma realidad visible. Es apostar por otra realidad más sólida, la realidad de Dios.
“Pedro bajó de la barca y comenzó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame»”.
San Pedro reconoce en lo ocurrido el poder de Dios, que actúa a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo le impresiona profundamente. Mientras miraba a Jesús, su caminar era seguro. Pero cuando miraba la fuerza del viento comenzó a hundirse. El apóstol Pedro fracasa porque pierde de vista la invitación de Jesús y la fuerza de su Palabra. Con su oración breve y fervorosa recobra la protección de Jesús.
Ante el poder de la presencia de Dios reconozcamos nuestra miserable condición. La potencia de Dios es demasiado imponente para nosotros, pobres criaturas. Ante la presencia de Dios sólo podemos estremecernos por lo que es Él y rogar con humildad y agradecimiento porque Él nos hace dignos de estar en su presencia.
Nuestra fe es débil como la de san Pedro, por eso también nosotros tenemos miedo y necesitamos gritar al Señor. Nuestra fe ha de ser una firme convicción de que Dios está siempre cerca, con sólo que nosotros estemos dispuestos a convertirnos a Él. Porque esta fe es más que humana. Sólo podemos vivirla en Cristo. Creer es abrirse a la acción salvadora de Cristo.
“En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?»”.
Fiarse de Jesús es arriesgado. Como lo era el atreverse a andar sobre las aguas. Pero quien es capaz de correr el riesgo (fiándose en la Palabra de Jesús) será salvado, como lo fue el apóstol Pedro. La actitud de san Pedro, mezcla de confianza y vacilación, es la que nos inunda a todos hoy día. Jesús nos invita a no tener miedo a lo que él significa. Nos invita a creer en él; a fiarse de su Palabra; a seguir su camino; a proclamar su Evangelio. Si confiamos en él no nos hundiremos en las dificultades. Tampoco el apóstol Pedro se hundió en las aguas, porque Jesús le dio la mano. Así lo hará con nosotros si le decimos con sinceridad: «mándame ir hacia Ti».
“En cuanto subieron a la barca amainó el viento”.
La presencia del Señor siempre da paz. Él es el rey pacífico. Así lo vemos en estas circunstancias: anda pacíficamente sobre las olas del lago; produce la paz en el corazón de los discípulos; pacifica el lago. Si ha permitido la turbación, las dudas, el miedo de sus discípulos es para afianzarlos más en su fe y hacerles inconmovibles.
“Los de la barca se postraron ante él” en un gesto que expresa a la vez sobrecogimiento y adoración y reconocen: “Realmente eres el Hijo de Dios”. Jesús, presente en la comunidad, vence los peligros y los miedos que la paralizan, y le impulsa a confesar su divinidad.