BlogComentario del Evangelio

Domingo XII del Tiempo Ordinario, San Mateo 10,26-33

En este Domingo XII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

El testimonio de los profetas y de los primeros cristianos evidenciaba que era imposible ser discípulo de Cristo, si no se pagaba antes el alto costo de la persecución o el martirio. Hoy le sucede lo mismo a toda persona que quiere ser fiel a Dios.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “No tengan miedo a los hombres”.


El miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se experimentan formas de miedo que luego se revelan imaginarias y desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen fundamentos precisos en la realidad: estas se deben afrontar y superar con esfuerzo humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se transforma en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta cultura impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado.

Los apóstoles han de estar configurados con Cristo en la tribulación y en el triunfo. Como Jesús ellos serán perseguidos, en sus personas y en sus doctrinas; pero éstas se abrirán paso a pesar de todos los obstáculos: “Porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse”. Sin temor alguno, con el espíritu abierto, lo que Jesús ha enseñado, deben ellos predicarlo por todo el mundo: “Lo que les digo de noche díganlo en pleno día”, y lo que les ha comunicado en las confidencias del trato íntimo que con ellos ha tenido, habrán de anunciarlo en los lugares públicos, para ser escuchado por todos: “y lo que escuchen al oído pregónenlo desde la azotea”.

“No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, teman al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo”.


Los apóstoles no han de temer perder la vida, ni esto les ha de impedir seguir difundiendo el mensaje del Maestro. Los que les persiguen podrán matar el cuerpo, pero no el alma.

A menudo, el término alma designa en la Sagrada Escritura la vida humana o toda la persona humana. Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre y de más valor en él, aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: “alma” significa el principio espiritual en el hombre.

Jesús habla con frecuencia del fuego reservado a los que hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo.

“¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga el Padre de ustedes. Pues ustedes hasta los cabellos de la cabeza tienen contados. Por eso, no tengan miedo; no hay comparación entre ustedes y los gorriones».

Jesús nos pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos. Con dos ejemplos les exhorta a sus apóstoles a la confianza en situaciones de peligro extremo o en las que no se espera remedio humano alguno. Ni los pajaritos caen sin el consentimiento de Dios y, somos tan importantes para Dios que tiene contados hasta los pelos de nuestra cabeza, cada uno de los cabellos está guardado amorosamente por el Padre. Dios ama a todas sus criaturas, se interesa por todas sus criaturas. Con más razón se interesa por sus hijos muy amados. Nunca hemos de temer, perdamos lo que perdamos por causa de Jesús.

“Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”.»

Todo fiel cristiano, que por la fe y el Bautismo pertenece a Cristo, debe confesar su fe bautismal no solo en el secreto de su corazón, con la palabra y con las obras, sino delante de los hombres, debe dar testimonio del nombre del Señor confesando su fe sin ceder al temor.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (Lumen Gentium, 42). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación.