Domingo III de Cuaresma, San Juan 2,13-25
En este III Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
Con este hecho que nos narra el evangelio de este domingo Jesús comienza su ministerio público en la ciudad santa.
“Como ya estaba cerca la fiesta judía de la pascua, Jesús fue a Jerusalén”.
Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua. Su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.
“En el templo se encontró con los vendedores de bueyes, ovejas y palomas; también estaban allí, sentados detrás de sus mesas, los que cambiaban dinero. Jesús, al ver aquello, hizo un látigo de cuerdas y echó fuera del templo a todos, con sus ovejas y bueyes; tiró al suelo las monedas de los que cambiaban dinero y tumbó sus mesas”.
Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado. Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: “Y a los vendedores de palomas les dijo: Quiten esto de aquí. No conviertan la casa de mi Padre en un mercado. Sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu casa me devorará”. La serenidad de Jesús es la del torrente contenido. Su carácter es más bien duro, poderoso. Dentro de Él arde esa cólera del cordero, como dice el Apocalipsis, una cólera que sólo estalla cuando los derechos de Dios son pisoteados.
Si esto ocurrió en el templo de Jerusalén, mayor es toda la profanación de nuestros templos cristianos, porque en ellos está personalmente Jesús en la Eucaristía; se oye su palabra y se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, y viene a ellos abundante el Espíritu de Dios. No profanemos jamás nuestros templos con pensamientos, palabras y acciones ajenas a los santos misterios que en ellos de obran.
“Los judíos intervinieron y le preguntaron: ¿Qué señal nos ofreces como prueba de tu autoridad para hacer esto?”
No critican su acción, sino que le piden credenciales para hacer eso que sólo puede hacer un enviado de lo alto. Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido un signo de contradicción para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia “los judíos”, más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios.
“Jesús respondió: Destruyan este templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo”.
A una pregunta, llena de mala fe, Jesús da una respuesta, de doble sentido, que dejó a sus oyentes muy desconcertados. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua. Jesús está absolutamente cierto de su triunfo sobre la muerte. Sabe cuál es el desenlace de su cruz. Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la cruz. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación.
“Los judíos le dijeron: Han sido necesarios cuarenta y tres años para edificar este templo, ¿y piensas tú reconstruirlo en tres días? Pero el templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo”.
Lejos de haber sido hostil al Templo donde expuso lo esencial de su enseñanza, Jesús se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona. En su vida pública ofrece ya un signo de la resurrección, anunciando así su propia Resurrección. De este acontecimiento único, Él habla como del signo del Templo: anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.
Cristo es el verdadero Templo de Dios; por la gracia de Dios los cristianos somos también templos del Espíritu Santo. Sólo a los limpios de corazón se les concede ver según Dios, recibir al otro como un prójimo; considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo.
“Por eso, cuando Jesús resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron lo que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras que él había pronunciado”.
La respuesta de Jesús era tan misteriosa que ni los propios discípulos la entendieron. Sólo a la luz de la resurrección la comprenderían. El verdadero horizonte de la expulsión de los mercaderes era la muerte y la resurrección. Se anunciaba con este gesto el fin del templo y del culto. Estaba en medio de ellos el nuevo templo, el nuevo y único lugar futuro de encuentro de los hombres con Dios: su cuerpo, su persona, inicio de la humanidad nueva, de la comunidad nueva.
“Durante su permanencia en Jerusalén con motivo de la fiesta de pascua, muchos creyeron en su nombre, al ver los signos que hacía”.
La multitud al conocer y oír a Jesús reaccionaba con entusiasmo, con temor, dando gracias a Dios. Ante sus milagros muchos creían en Él.
Jesús habla de la humanidad que le rodea. Añade este comentario: “Pero Jesús no confiaba en ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba que le informaran sobre los hombres, porque él conocía bien el interior del hombre”.
El conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina de su persona. “El Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida al Verbo…. La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocida todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios” (san Máximo el Confesor). Esto sucede ante todo en lo que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres.
Jesús sabe cuáles son nuestras posibilidades de mal y cuáles nuestras esperanzas de conversión y penitencia. Conoce que somos torpes y lentos para la comprensión de su palabra, sabe que necesitamos ser perdonados muchas veces. A pesar de todo eso el Señor no nos da por irremediablemente perdidos, al contrario, tiene siempre la seguridad de que vale la pena luchar por el hombre y morir por él, por ti, por mí. Ver nuestro mal no fue para Él paralizante, sino que esto le empujaba a un mayor y total amor.