Comentario del Evangelio

Domingo de la Epifanía del Señor, Mateo 2,1-12

En este Domingo de la Epifanía del Señor, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

“Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando…”.

En los Magos vemos a cada uno de los hombres hundidos en la soledad y el desengaño del mundo y del pecado que nos preguntan a los cristianos: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Es la actitud de quien busca a Dios y le lleva a recorrer un camino semejante al itinerario de los Magos y encontrar, como ellos, al Mesías de todas las naciones. Los cristianos estamos llamados a brillar como la estrella, a ser servidores de la gracia de Dios para los que viven en la oscuridad, en las tinieblas de la muerte.

“Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino…”

En verdad, la luz de Cristo ya iluminaba la inteligencia y el corazón de los Magos, lanzándose con coraje por caminos desconocidos y emprendiendo un largo, pesado y duro viaje nada fácil. No dudaron en dejar todo para seguir la estrella que habían visto salir en el Oriente. Imitando a los Magos, también nosotros recorremos un viaje que comenzó el día de nuestro bautismo y que acabará, con la gracia de Dios, en el cielo, un viaje de fe, de búsqueda, de encuentro con el Señor.

Y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño“.

Los Magos llegaron a Belén porque se dejaron guiar dócilmente por la estrella. En el camino hay noche y oscuridad, pero en la noche hay estrellas, siempre hay alguna luz.

Más aún, al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. La alegría brilla en el corazón del buscador. Es importante que aprendamos a escrutar los signos con los que Dios nos llama y nos guía. Cuando se es consciente de ser guiado por Él, el corazón experimenta una auténtica y profunda alegría acompañada de un vivo deseo de encontrarlo y de un esfuerzo perseverante de seguirlo dócilmente.

Entraron en la casa…”, en el misterio de Dios y fueron entendiendo todo,  “vieron al niño con María su madre“, a Aquel que buscaban en los astros. Ya no necesitaban la estrella, porque “donde el Sol está, no tienen luz las estrellas”. Nada de extraordinario ven a simple vista. Sin embargo, aquel Niño es diferente a los demás: es el Hijo primogénito de Dios que se despojó de su gloria y vino a la tierra para morir en la Cruz. Descendió entre nosotros y se hizo pobre para revelarnos la gloria divina que contemplaremos plenamente en el Cielo, nuestra patria celestial.

Nadie podría haber inventado un signo de amor más grande.  Ellos ven y creen y no dudan. Permanecemos extasiados ante el misterio de un Dios que se humilla para asumir nuestra condición humana hasta inmolarse por nosotros en la cruz. En su pobreza, vino para ofrecernos la salvación a nosotros,  pecadores. Demos gracias a Dios por tanta bondad condescendiente.

Y cayendo de rodillas le adoraron.

Ante el Niño se sintieron niños, se hacen pequeños, renacen a la sencillez, se dan cuenta que eran felices y ya no se acuerdan del largo camino y de las dificultades. En el Niño que María estrecha entre sus brazos los Magos reconocen y adoran al esperado de las gentes anunciado por los profetas. El Niño, colocado suavemente en el pesebre por María, es el Hombre-Dios que vemos clavado en la Cruz. El mismo Redentor está presente en el sacramento de la Eucaristía. En el establo de Belén se dejó adorar, bajo la pobre apariencia de un recién nacido, por María, José, los pastores y los Magos; en la Hostia consagrada lo adoramos sacramentalmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad, y Él se ofrece a nosotros como alimento de vida eterna.

La santa Misa se convierte ahora para nosotros en un verdadero encuentro de amor con Aquel que se nos ha dado enteramente. No dudemos en responderle cuando nos invita al banquete de bodas del Cordero. Escuchémosle, preparémonos adecuadamente y acerquémonos al Sacramento del Altar. Nosotros podemos adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador.

Abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.

Los dones que los Magos ofrecen al Mesías simbolizan la verdadera adoración. Por medio del oro subrayan la divinidad real; con el incienso lo reconocen como sacerdote de la nueva Alianza; al ofrecerle la mirra celebran al profeta que derramará la propia sangre para reconciliar la humanidad con el Padre.

Ofrezcámosle también nosotros al Señor el oro de nuestra existencia, o sea la libertad de seguirlo por amor respondiendo fielmente a su llamada; elevemos hacia Él el incienso de nuestra oración ardiente, del buen olor de Cristo, de las buenas obras, de los buenos deseos, para alabanza de su gloria; ofrezcámosle la mirra del dolor y del sufrimiento, del afecto lleno de gratitud hacia Él, verdadero Hombre, que nos ha amado hasta morir como un malhechor en el Gólgota.

¡Seamos adoradores del único y verdadero Dios, reconociéndole el primer puesto en nuestra existencia! La idolatría es una tentación constante en nosotros. Desgraciadamente hay gente que busca la solución de los problemas en prácticas religiosas incompatibles con la fe cristiana: el recurso a los espíritus, al horóscopo, a las cartas, a los brujos. Es fuerte el impulso de creer en los falsos mitos del éxito y del poder, del dinero, del consumismo; es peligroso abrazar conceptos evanescentes de lo sagrado que presentan a Dios bajo la forma de energía cósmica, o de otras maneras no concordes con la doctrina católica. Adoramos a Cristo, el Príncipe de la paz, la fuente del perdón y de la reconciliación: Él es la Roca sobre la que construimos nuestro futuro y un mundo más justo y solidario.

Se marcharon a su tierra por otro camino“.

Después de haber encontrado a Cristo, los Reyes Magos regresaron a su país por otro camino“. Volvieron a su vida de cada día, pero con un tesoro en sus mentes y en sus corazones. Tal cambio de ruta puede simbolizar la conversión a la que estamos llamados los que hemos encontrado a Jesús para convertirnos en los verdaderos adoradores que Él desea. Esto conlleva en cada uno de nosotros la imitación de su modo de pensar, sentir y actuar,  de no conformarnos a la mentalidad de este mundo.

Escuchar a Cristo y adorarlo lleva a tomar decisiones a veces heroicas. Jesús es exigente porque quiere nuestra auténtica felicidad.  Cuando se encuentra a Jesús y se acoge su Evangelio, la vida cambia y uno es empujado a comunicar a los demás la propia experiencia del encuentro. Es urgente ser testigos del amor contemplado en Cristo. La Iglesia necesita auténticos testigos para la nueva evangelización: hombres y mujeres cuya vida haya sido transformada por el encuentro con Jesús; hombres y mujeres capaces de comunicar esta experiencia a los demás; hombres y mujeres con la misma actitud interior de los Magos, que buscan la verdad apasionadamente; que no dudan en poner sus capacidades humanas al servicio de la fe.