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Comentario del Evangelio IV Domingo de Tiempo Ordinario, Lucas 4,21-30

Antes de comenzar este comentario, quiero pedir disculpas, porque el pasado domingo me confundí del Evangelio, y elegí un alternativo al que realmente tocaba leer. El Evangelio de este cuarto domingo es continuación del que debía haber comentado. Jesús estaba en la sinagoga de Nazaret leyendo y comentando pasaje del profeta Isaías, referido al mesías esperado, y que se cumplía en el mismo Jesús. Él es el cumplimiento de todas las profecías del antiguo testamento.

En un primer momento, sus paisanos quedan admirados y aprueban lo que acaba de decir, pero en seguida algunos comenzaron a murmurar sobre cómo era posible que –el hijo de José–, aquél a quien conocían desde hace tantos años, supiera tantas cosas, y se presentara sí mismo como el Mesías de Dios. Esta sospecha y crítica destructiva manifiesta la falta de fe de aquellos hombres. Por ello, Jesús se lo echa en cara: “en verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Les expone dos ejemplos, de los tiempos de los profetas Elías y Eliseo, a través de los cuales denuncia su incredulidad y el endurecimiento de su corazón. Dice el texto que todos en la sinagoga, –todos–, se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo, hasta un precipicio del monte sobre el que se asentaba Nazaret, con intención de matarlo.

Realmente, hermanos, nos sorprende esta reacción extremadamente perversa de aquellos nazarenos. ¿En verdad se habrían atrevido a matar a Jesús sólo porque les ha dicho que él es el Mesías, anunciado por el profeta Isaías? Aquí intuimos una provocación directa de los demonios, en la que caen sus paisanos. Lo hemos compartido en otras ocasiones: los chismes, los malos comentarios, las murmuraciones y calumnias, las mentiras y las envidias pueden llevarnos a cometer pecados gravísimos.

Pero, como todavía no es la hora de dar la vida, Jesús se abre paso entre ellos y sigue su camino. Lo dirá en otra ocasión: “nadie me quita la vida, tengo poder para darla y recuperarla”. El Señor se entregará y se dejará matar cuando el Padre lo disponga, no antes. Todo es el misterio de los planes de Dios, que nosotros no podemos comprender.

No pudo hacer allí ningún milagro, debido a su falta de fe, aunque tenían curiosidad por verlo hacer algún signo portentoso. Jesús conoce bien lo que hay en nuestros corazones y nuestras verdaderas intenciones. Él no ha venido a hacer nuestros caprichos, sino la voluntad del Padre que lo enviado.

Precisamente el profeta Jeremías, en la primera lectura, nos anuncia la elección eterna de Jesucristo, antes de que fuera engendrado en el seno de María santísima. Efectivamente, desde toda la eternidad el Padre eligió y consagró a su Hijo para que fuera su Palabra hecha carne, y cumpliera el encargo de la redención de los hombres. Jesús da testimonio, en distintas ocasiones, de que el Padre está siempre con él para librarlo, y nunca lo deja solo. En el evangelio se cumple esta profecía, y por ello dice que, aunque intentaron matarlo, Jesús se abrió paso entre ellos y siguió su camino, para evangelizar a los pobres y proclamar a los cautivos la libertad.

Es muy consolador, hermanos, saber que el Señor siempre está con nosotros, protegiéndonos, librándonos, poniéndonos a salvo, inclinando su oído a cada uno de nosotros, salvándonos. Él es nuestra roca de refugio, el baluarte que nos protege y libra de la mano perversa de nuestros enemigos.

Pero esto no es algo mágico. Hemos de poner nuestra confianza cada día en el Señor, y apoyarnos sólo en él, hemos de elegirlo como nuestra esperanza y poner nuestra confianza en su cuidado amoroso. Si vivimos con Cristo, experimentaremos su amor, hasta el punto de poder dar testimonio de sus maravillas en nuestra vida, como canta la virgen en el Magníficat: “el poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Lo repetimos en el salmo: “mi boca contará tu salvación”; mi boca contará tu justicia, porque me instruiste desde mi juventud. Y así es: el Señor nos sostiene siempre, y nosotros nos apoyamos en él.

La conocida lectura de San Pablo sobre el amor cristiano, siempre nos admira y nos hace preguntarnos si es posible amar así. Sabemos, por experiencia propia, que muchas veces, no solamente no amamos tal como nos enseña el apóstol, sino que nos dejamos llevar de todo lo contrario: desconfianza, intolerancia, impaciencia, llevamos cuentas del mal, no perdonamos, mantenemos rencor y resentimiento, nos dejamos llevar del egoísmo, de la injusticia, de la envidia, nos engreímos y presumimos de nosotros mismos, etc.

Si no vivimos el verdadero amor cristiano, si no tenemos amor, no somos nada. Y “nada”, hermanos, es nada, cero. De nada nos sirve todo lo que hacemos, aunque sea bueno, si no lo hacemos con amor, es decir, dejándonos mover por el Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Este Espíritu Santo nos mueve a amar según Dios; en términos modernos, en “modo divino”. Este verdadero amor no pasa nunca, permanece desde este mundo, hasta la eternidad, donde veremos cara a cara a nuestro Redentor, donde conoceremos perfectamente, como somos conocidos por Dios.

Pidamos a nuestro Padre: Señor, Dios nuestro, concédenos adorarte con toda el alma, y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

#PalabraDelSeñor

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