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Comentario del Evangelio III Domingo de Tiempo Ordinario, Lucas 1,1-4;4,14-21

Que el amor y la gracia de Jesucristo, nuestro Redentor, estén con todos ustedes.

En este día 23 de enero confiamos en la poderosa intercesión del obispo San Ildefonso de Toledo, primer gran defensor de la perpetua virginidad de María santísima y promotor de la esclavitud mariana: ser esclavo de María, para ser esclavo de Jesucristo, nuestro dueño y Señor.

En este tercer domingo del tiempo ordinario comenzamos nuestra meditación abriendo nuestros corazones para orar cantando al Señor de toda la tierra, que nos ha dado plena esperanza, por su resurrección de entre los muertos. Así ha manifestado su fuerza todopoderosa y el esplendor de su divinidad.

Desde hace pocos años se celebra en este tercer domingo, el domingo de la Palabra de Dios. El Papa Francisco ha querido que tomemos conciencia del inmenso regalo de poder escuchar en vivo y en directo la palabra viva y santificadora del mismo y único Dios. Nosotros sabemos y creemos que esta Palabra es el mismo hijo del Padre eterno, es su Verbo hecho carne: Jesucristo.

Como siempre, las lecturas son muy hermosas y superan nuestra capacidad de comentarlas, pero con humildad y devoción nos acercamos, con el mayor respeto y agradecimiento. En el salmo responsorial proclamamos, llenos de júbilo: “tus palabras, Señor, son Espíritu y vida”. Es decir, las palabras del Señor comunican el Espíritu Santo y la Vida que es el mismo Jesucristo. Esto es maravilloso, hermanos, y debemos orar y suplicar que el mismo Espíritu Santo nos ilumine, para captar cada día más la eficacia todopoderosa de la palabra de Dios. Que aleje de nuestras mentes la sensación de que ya conocemos o sabemos muchas cosas sobre la Biblia y las lecturas de la Misa.

Por ello, a la luz de la primera lectura, tomada del libro de Nehemías, pidamos la gracia de escuchar con atención y reverencia la Palabra de Dios. Que nos conceda leer y escuchar al mismo Dios con el mayor Espíritu de adoración. Que sepamos compartir unos con otros, empezando por casa, lo que entendemos de los textos sagrados. No tengamos vergüenza de conversar acerca de las lecturas, porque seguro que nos enriquecerá muchísimo.

Por otro lado, Nehemías nos presenta a los levitas leyendo con claridad la Palabra de Dios, y explicando su sentido al pueblo, de modo que todos pudieran entender y acoger el mensaje divino. Dice el texto que todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro sagrado. ¡Qué hermoso es todo esto! Nosotros también tenemos el mayor interés en leer y escuchar la voz del Señor, sin endurecer el corazón, con hambre y sed de esta palabra, como dice un profeta: “cuando encontraba tus palabras, las devoraba”. También ahora, en la Iglesia nuestros pastores nos explican el sentido de la palabra divina, para poder aplicarlo a nuestras vidas. Esta es la finalidad de la homilía y también de este humilde comentario.

Los versículos del salmo responsorial nos presentan la belleza de esta palabra y el efecto que quiere producir en cada uno de nosotros: la palabra de Dios es perfecta y es descanso del alma; es fiel e instruye a los ignorantes; es recta y alegra el corazón; es límpida y da luz a los ojos; es verdadera y enteramente justa. Cuando meditamos esta Palabra en nuestro corazón, como hacía la santísima Virgen, nuestra vida cambia y agradamos al Señor, que es nuestra roca y nuestro redentor.

Siempre que leo este pasaje del Evangelio, experimento una gran envidia del Señor Jesús. Porque, dice San Lucas, que en aquel tiempo envió delante de él a otros 72 discípulos, para que le prepararan los corazones de aquellos habitantes de los lugares a donde iba a ir él. ¡Otros 72! Esto significa que el Señor conseguía formar y enviar equipos de 72 misioneros… Y yo me pregunto: ¿hoy en día el Papa, los obispos o los sacerdotes tenemos siquiera un equipo de laicos comprometidos en la evangelización?

Hoy la mies es más abundante que en tiempos de Jesús, pero los obreros son pocos, demasiado pocos, para una tarea tan grande. Y pienso que también los pocos obreros trabajamos poco tiempo y con poca fuerza y convicción. El Señor nos lo dice bien claro: ¡pónganse en camino! De dos en dos, somos enviados por el mismo Señor y con la fuerza de su Espíritu Santo para anunciar la paz, para ofrecer la sanación y la salvación de Jesucristo; para proclamar que el Reino de Dios ha llegado. No hay tarea más urgente y más importante. De nuestra respuesta depende la salvación de muchos hombres, que andan descarriados, como ovejas sin pastor, en peligro de ser devorados por el diablo. El Señor nos envía como corderos en medio de lobos.

Oremos, pues, al dueño de la mies, es decir, al Padre celestial, para que llame y envíe obreros. Oremos para que los que somos llamados, respondamos inmediatamente, y con generosidad vayamos a cumplir la misión. Que nada ni nadie nos distraiga del cumplimiento de esta hermosa tarea. Vayamos con humildad y alegría, convencidos de que el Señor viene con nosotros y dará eficacia a nuestras palabras y a nuestro testimonio. Estamos llamados a evangelizar, es decir, a anunciar a Jesucristo y a proclamar la libertad, que sólo él puede dar a los que están cautivos y en sombras de muerte.

Como nos recuerda San Pablo, la Iglesia es un Cuerpo vivo, cuya cabeza es Cristo. Él ha puesto a cada uno de los que somos sus miembros, para que cumplamos una misión única e irrenunciable, dependiendo de los carismas recibidos. Todos hemos de colaborar, porque cada uno de nosotros somos necesarios e imprescindibles.

Suplicamos a nuestro Dios todopoderoso y eterno, que oriente nuestros actos según su voluntad, para que merezcamos abundar en buenas obras, hechas en nombre de su Hijo predilecto: Jesucristo.

Que él los bendiga y la santísima virgen los acompañe.

#PalabraDelSeñor

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