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Comentario del Evangelio del XXI Domingo del Tiempo Ordinario Juan 6,60-69

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El Padre José Joaquín comparte con nosotros el #EvangelioDeHoy​​​​ Domingo 22 de Agosto del 2021, Evangelio según San Juan 6,60-69 Conéctate con la #LectioDivina​​​​ 📖 https://bit.ly/ComentarioDelEvangelio

Que la gracia y la misericordia del Señor estén con todos ustedes.

Este día 22 de agosto, al coincidir en domingo, no celebramos la memoria de la coronación de la virgen María como reina, pero por supuesto que la felicitamos de todo corazón, y meditaremos el quinto misterio de gloria del Rosario en su honor. También, obviamente, acudimos con mucha confianza a su Corazón inmaculado, para que nos asista en todas nuestras necesidades.

Estamos convencidos de que el Señor siempre inclina su oído y nos escucha. Él tiene piedad de nosotros cuando lo llamamos y salva a sus siervos, que confiamos en él. De hecho, nuestro Dios une los corazones de sus fieles en un mismo deseo, e inspira a su pueblo el amor a sus preceptos y la esperanza en sus promesas. De este modo nuestros corazones están firmes en la verdadera alegría, a pesar de que vivimos en medio de un mundo lleno de dificultades.

Pedimos a nuestro Padre, por el único sacrificio de Cristo, su unigénito, que conceda a su Iglesia los dones de la unidad y de la paz, para que el mundo crea. Esta es la perfección a la que quiere conducirnos el Señor. De esta forma, lo agradaremos en todo.

Terminamos hoy el capítulo sexto del Evangelio de San Juan, con el final del discurso del pan de la vida. Nos dice el apóstol y evangelista, testigo de los hechos, que en aquel tiempo muchos discípulos de Jesús, al oír su mensaje sobre la Eucaristía, en el que ofrecía comer su carne y beber su sangre, se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Las multitudes, que seguían a Jesús y querían proclamarlo rey por la multiplicación de los panes y los peces, lo abandonaron. Podemos decir que hoy ocurre algo parecido: la mayoría de los católicos no van a recibir, al menos cada domingo, el cuerpo y la sangre del Señor. Si se ofreciera un milagro espectacular y vistoso, seguro que nuestros templos se llenarían.

Los que acudimos con fidelidad, experimentamos cada vez que comulgamos lo dulce, suave y bueno que es el Señor. Y lo bendecimos y alabamos en todo momento. Nuestra alma se gloría en el Señor,que ha inventado este maravilloso sacramento para que ya desde ahora vivamos en Cristo y él en nosotros. Para que ya desde ahora tengamos vida eterna, y nuestros cuerpos vayan recibiendo ya la semilla de la resurrección gloriosa. Queremos tener vida y vida abundante. Creemos lo que dijo Jesús: “el que no me come no tiene vida”.

También creemos en lo que Jesús dijo en la Última Cena, al instituir la Eucaristía: “tomen y coman, esto es mi cuerpo entregado por ustedes”. Creemos que Jesús se esconde en la humilde apariencia de un poquito de pan sin levadura y de vino, para que podamos comer su carne y beber su sangre, con toda la verdad y realidad. ¡Bendita fe que nos hace creer en el más maravilloso de los sacramentos! Y le decimos a quien no cree: gusta y ve qué bueno es el Señor. Jesús es el pan del cielo que contiene en sí todo deleite, toda satisfacción, toda plenitud, toda delicia. La presencia real y permanente de Jesucristo en la Eucaristía es la que nos hace ir a su encuentro para adorarlo y disfrutar de su amor.

Nosotros vamos a Jesús porque el Padre nos lo concede, porque él nos atrae. Nadie va al Padre sino por Cristo. Nadie va a Cristo sino por el Padre. En la vida cristiana todo es trinitario.

En el Evangelio de hoy Jesús conversa con los discípulos que lo criticaban porque su hablar era duro. Les dice que, si el mensaje de la Eucaristía los hace vacilar en su fe, ¿qué dirían si lo vieran subir al cielo a la derecha del Padre? El Señor trata de aclararles que la comunión no es un acto de antropofagia, es decir, de comer la carne física del cuerpo humano de Jesús que ellos ven, sino que es un misterio del Espíritu Santo, que va a convertir el pan y vino en su cuerpo y en su sangre, por el milagro de la transubstanciación.

Dice el Evangelio que Jesús, desde el principio, sabía quiénes no creían en él, y quién lo iba a entregar: Judas. El Señor es consciente, y por eso lo dice, de que las palabras que ha predicado son Espíritu y vida. Su palabra siempre produce vida si encuentra buena tierra. Es lo mismo que acontece en la consagración de la misa: cuando el sacerdote, en conmemoración de Jesús, repite sus palabras de la Última Cena, el pan y el vino dejan de ser pan y vino, para ser Cristo vivo, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. El Espíritu Santo es el que da vida al pan y al vino y realiza el milagro.

La crisis es muy fuerte y Jesús lo sabe. Por ello, se dirige a los doce con la pregunta: “¿también ustedes quieren marcharse?” Se produjo un gran silencio, porque en verdad en este momento los apóstoles no entendían lo que Jesús explicaba. Es de nuevo San Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, el que contesta en nombre de todos: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.

Hermosa frase del apóstol que expresa la fe de la Iglesia. Jesús es el Mesías, el hijo de Dios vivo. Jesús es el Santo consagrado por Dios Padre. Jesús es el verdadero Pan del cielo, que ha bajado para dar la vida al mundo. Nosotros creemos en él, creemos en su presencia en la Eucaristía. Lo adoramos y lo amamos con todo el corazón. Al igual que Josué en la primera lectura, le decimos: “yo y mi casa serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios”.

¡Bendigamos al Señor en todo momento, su alabanza esté siempre en nuestra boca; que nuestra alma se gloríe en el Señor!

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