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Comentario del Evangelio del Domingo de Ramos, Lucas 19,28-40

Que la gracia, el amor y la misericordia del Señor estén siempre con todos ustedes.

El título de nuestra celebración es DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR. Esto significa que cada año proclamamos la pasión completa según sea San Mateo, San Marcos o, como es este año, según el Evangelio de San Lucas. De esta manera, los que no puedan asistir a Misa durante la semana, escuchan todo el relato del amor infinito de Jesucristo hasta la muerte de Cruz y su sepultura.

Las Misas más importantes de este domingo comienzan con la bendición de Ramos y la procesión solemne, que rememora la entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Ya sabemos que todos los que participamos en los misterios santos no recordamos algo pasado, sino que cada misterio viene hasta nosotros, para que lo podamos vivir; o también podemos pensar que somos como “teletransportados” hasta el lugar donde aconteció aquel hecho. La liturgia tiene este poder, por la acción del Espíritu Santo, de ponernos en vivo y en directo junto al Señor. Esto es algo maravilloso, pero real; y los católicos y lo experimentamos durante todo el año litúrgico.

Así pues, no nos vamos a callar (porque si no, gritarán las piedras): con los niños y los discípulos salimos al encuentro del Señor para aclamarlo, llenos de gozo espiritual: ¡Hosanna en las alturas, bendito tú que viniste con abundante misericordia! Los portones de la ciudad de Jerusalén se abren ante el Rey de la gloria, ante el Señor, Dios del universo: “¡bendito el que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”. Es entrada triunfal, porque Jesús va a triunfar sobre todo sus enemigos, que son también los nuestros: el mal, el pecado, Satanás y la muerte.

Por nuestra parte, hermanos, ninguno de nosotros se va a separar ni un momento del Señor. Llevamos casi 40 días con él y queremos morir con él y ser resucitados con él a la vida nueva de gracia y santidad que nos ha prometido. Por ello acudimos al Padre todopoderoso y eterno, que hizo que nuestro Salvador se encarnase y soportara la cruz, para que imitemos su ejemplo de humildad. Le pedimos, por el mismo Jesucristo, nos conceda aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa.

En esta eucaristía, esperamos que, por la Pasión del Señor, se extienda sobre nosotros la misericordia divina y, aunque no la merecen nuestras obras, con la ayuda de la compasión de Cristo, podamos recibirla en este sacrificio único. Nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse a los verdugos y padecer el tormento de la cruz por nosotros.

Contemplamos nuevamente admirados al Señor, el cual, siendo inocente, se dignó padecer por los impíos, y ser condenado injustamente, en lugar de los malhechores. De esta forma, al morir, por nuestros delitos, y, al resucitar, logró nuestra salvación. Así reza el prefacio de la Misa de este día. Por ello, esperamos alcanzar la plena posesión de lo que anhelamos: vivir con Cristo para siempre.

El profeta Isaías, en la primera lectura, anuncia muchos siglos antes, con todo detalle, la pasión del Señor. Jesús no se resistió ni se echó atrás. Ofreció su espalda para la flagelación y dejó que su rostro divino fuera ultrajado y escupido. Pero en ningún momento el Padre lo abandonó, nunca quedó defraudado.

El salmo responsorial fue rezado completo por Cristo desde lo alto de la cruz, junto a otras seis palabras que nos han conservado los evangelios: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” Efectivamente, el Padre no se quedó lejos, sino que fue su fuerza y auxilió a su Hijo amado. Por eso, antes de expirar, dijo: “todo está cumplido; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

San Pablo en la segunda lectura, sirviéndose de un precioso himno de la comunidad cristiana, que rezamos todas las semanas en las primeras vísperas del domingo, nos presenta el misterio de la humillación y de la elevación de nuestro Salvador: Cristo Jesús, siendo Dios, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de Cruz. Por eso el Padre lo exaltó sobre todo, y le concedió el Nombre sobre todo nombre. De modo que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Esta es nuestra fe, queridos hijos, esta es nuestra experiencia. Y el viernes santo lo expresaremos adorando a nuestro Señor en la imagen bendita de Jesucristo en la cruz. Es el único día en el año en el que hacemos genuflexión delante de la imagen del Crucificado. Y lo hacemos porque en ese día realmente estamos en el calvario, frente a nuestro Salvador.

Nos dice Jesús en el Evangelio: “ardientemente he deseado comer esta Pascua con ustedes, antes de padecer”. Y a continuación instituye el sacramento de la eucaristía con las palabras que conmemoramos en la consagración: tomen y coman esto es mi cuerpo entregado por ustedes; tomen y beban, esta es mi sangre derramada para el perdón de los pecados. De esta manera, anticipa de manera incruenta el sacrificio de la cruz.

Pero también el Señor, que está en medio de nosotros como el que sirve, nos asegura que, a los que hemos perseverado con él en sus pruebas, nos ha preparado el reino, para comer y beber a su mesa en el banquete celestial.

Pero antes debemos orar, para no caer en la tentación, porque esta es la hora del poder de las tinieblas. Orar para que se haga la voluntad del Padre, y no la nuestra. Corremos el peligro de negar al Señor, como San Pedro. Incluso de venderlo por unas monedas de pecado, como Judas.

Apoyemos a Jesús, como Simón de Cirene. Golpeemos nuestro pecho y lancemos lamentos por Cristo, como las mujeres de Jerusalén. No miremos de lejos a Cristo crucificado, permanezcamos a sus pies junto a María santísima, San Juan y las otras mujeres. Escucharemos sus palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Hagamos el acto de fe del buen ladrón, para poder escuchar aquellas palabras consoladoras: “en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Cada noche, en la oración de Completas repetimos la última palabra de Cristo en la cruz, antes de expirar: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Pidamos la gracia de morir así: entregando, de manera consciente, nuestra alma al Señor. Es la gracia de la buena y santa muerte.

Oremos los unos por los otros, para que vivamos una muy Santa Semana con Cristo y con María.

#PalabraDelSeñor

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