Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio XVIII Tiempo Ordinario, San Lucas 12,13-21.

Muy queridos hijos:

Que la gracia y la misericordia del Señor Jesús y la bondad del Padre estén con ustedes.

La semana pasada hemos celebrado a grandes santos: Santiago Apóstol, San Joaquín y Santa Ana, los santos hermanos de Betania, Marta, María y Lázaro; ayer a San Pedro Crisólogo, y hoy a San Ignacio de Loyola. Acudimos con toda confianza al fundador de la compañía de Jesús, que en sus Ejercicios Espirituales nos ha dejado un magnífico camino y escuela de conversión, oración, discernimiento espiritual y amor hacia nuestro Señor Jesucristo en su Iglesia.

Precisamente la palabra de Dios de este domingo nos hace ver la necesidad de un profundo discernimiento a la hora de elegir lo más correcto para nuestra vida. Así, en la primera lectura, el autor sagrado nos advierte de que en esta vida todo es vanidad, es decir, todo está hueco y vacío si no llena nuestra vida el mismo Jesucristo y las obras hechas con amor. A medida que nos vamos haciendo mayores y tenemos más experiencia, nos damos cuenta de que en muchas ocasiones hemos perdido el tiempo, y hemos gastado nuestra existencia, sin sacar el provecho que esperábamos; también hemos experimentado la decepción y el fracaso en muchas personas que hemos conocido. “¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?”

El salmo responsorial realmente responde a esta pregunta: “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación”. Así es, hermanos, cada uno de nosotros ya ha tenido experiencias de que la vida es como hierba, que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. Por ello, oramos diciendo, Señor, enséñanos a calcular nuestros años, danos un corazón sensato, ten compasión de tus siervos; sácianos de tu misericordia, que baje a nosotros tu bondad, y haga prósperas las obras de nuestras manos. Así toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Bendecimos al Señor, porque unidos a él, nuestra vida tiene sentido y da fruto abundante y duradero. Queremos vivir siempre como sarmientos unidos a la vid, como miembros vivos de su Cuerpo. Esto será verdad si hacemos caso también a lo que nos dice San Pablo en la segunda lectura. Nos recuerda el apóstol que nosotros, desde el día de nuestro bautismo, hemos muerto a este mundo. Nos asegura que nuestra vida está con Cristo, escondida en Dios. La consecuencia es clara: debemos dar muerte a todo lo terreno que hay en nosotros: fornicación, impureza, pasión, codicia, avaricia, que es una idolatría. Precisamente, de la codicia y avaricia nos habla Jesús en el Evangelio de hoy.

Es importante, hermanos, que meditemos despacio la segunda lectura, para repasar todo lo que nos dice San Pablo: él nos presenta la nueva vida en Cristo, por la que debemos dejar de engañarnos unos a otros; debemos despojarnos del hombre viejo y revestirnos del hombre nuevo, renovándonos a imagen de nuestro Creador.

Pero ¿cómo podemos lograr vivir esta nueva vida, aspirando a los bienes de arriba y rechazando las tentaciones que nos propone el mundo? Lo primero de todo es la fe: debemos vivir lo que somos. Somos nuevas criaturas, santos y elegidos de Dios; dentro de nosotros habitan las Personas divinas, y el Espíritu Santo quiere movernos para vivir como hijos amados de Dios. La gracia vale más que la vida y es más poderosa que nuestra debilidad carnal. Por ello, debemos mantener una vida de amor verdadero, conforme a lo que somos. Para ello necesitamos: adorar a Cristo en la eucaristía, oración diaria, mejor con la Liturgia de las Horas; lectura y meditación de la Palabra de Dios, confesión frecuente y comunión, a ser posible, cada día. Y no olvidemos alejarnos de las personas y ocasiones de pecado. No perdamos el tiempo estando largas horas atrapados con el celular, la computadora o la televisión.

El apóstol no olvida lo más definitivo: aquí estamos de paso, somos peregrinos. Si somos fieles, creciendo en gracia y en santidad, cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos juntamente con él, en gloria. Todos decimos que queremos ir al cielo, pero muchas veces no se nota en nuestra vida.

El Evangelio de este domingo comienza con uno del público que le dice a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. El Señor le responde que él no es el juez o el árbitro de esa discusión entre hermanos. Y aprovecha la ocasión para darnos una magnífica enseñanza de vida. Al igual que San Pablo, Jesús nos advierte del peligro de la codicia y la avaricia, porque, en primer lugar, la vida no depende de los bienes materiales; y, además, también nos arriesgamos a perder la vida eterna.

Jesucristo quiere enseñarnos cómo ser ricos ante Dios. En otro lugar del Evangelio nos insiste en que no debemos atesorar bienes de este mundo, sino atesorar para el cielo. Somos ricos ante Dios y atesoramos para el cielo cuando compartimos con generosidad lo que tenemos con los más necesitados. Además, la limosna cubre multitud de pecados. No seamos necios, aprovechemos todas las oportunidades para amar y servir a Jesús, presente en el prójimo.

El Señor nos renueva en la Eucaristía con el Pan del cielo. Le pedimos, por intercesión de San Ignacio de Loyola, que nos proteja siempre con su auxilio, que nos reconforte y nos haga dignos de la redención eterna. Amén.

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