Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, San Mateo 25,14-30
En este Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. La parábola de hoy es como un examen para cada uno de nosotros: ¿Qué hago con los talentos recibidos?
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes”
Es la imagen de Jesús quien, después de fundar su Iglesia, dejó la tierra y subió a los cielos, dejando a los suyos, que somos todos y cada uno de los cristianos, todos sus bienes: sacramentos, doctrina, sacerdocio, gracia, etc. No se nos distribuyó en igual medida, sino que dio a unos más y a otros menos: “A uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno”, consideró las fuerzas, la capacidad, el ingenio de cada uno, y les repartió proporcionalmente sus bienes: “a cada cual según su capacidad”.
El talento es representativo de los grandes dones que Dios nos hace, en el orden de la naturaleza y de la gracia: dotes de alma y cuerpo, dignidades, riquezas, elocuencia, prestigio, todo aquello, en fin, que podemos utilizar para la gloria de Dios y bien de las almas. No nos da Dios los dones naturales y sobrenaturales según la misma medida, sino que atiende las cualidades y fuerzas de cada uno de nosotros de tal manera que ninguno podamos quejarnos de que nos haya concedido más o menos de lo que convenía.
Suele el Señor dar sus dones de gracia en forma que hasta en nuestro ser sobrenatural resulte la armonía, que es la característica de las obras de Dios. La desarmonía resulta de que nosotros no cooperemos a los dones de Dios, estableciendo un desnivelentre nuestra actividad y la generosidad de Dios para con nosotros. San Pablo se gloriaba de que la gracia de Dios no había sido en él vacía o inútil: es que Dios llenó el vaso del Apóstol según su capacidad; y el Apóstol llenó, por decirlo así, la gracia de Dios con la plenitud de su actividad. Esto es lo que hace las vidas llenas y provechosas, aunque sean desiguales en capacidad y en gracia recibida.
“Luego se marchó”. Distribuidos sus dones según su generosidad, el hombre de la parábola se marchó en seguida, sin decir el tiempo de su vuelta, dejando a los empleados que negociaran el dinero según su criterio e ingenio. La ausencia representa el tiempo que se nos concede para negociar el reino de los cielos.
“El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco”.
Es el símbolo de los que cumplen fielmente sus deberes, cooperan a la gracia, se afanan en trabajar para Dios, para sí y para sus prójimos. “El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos”. Fíjense que los empleados negocian con los talentos que han recibido; porque en orden al reino de los cielos nada podemos hacer sino con lo que Dios nos da. Estos dos trabajaron con tanta inteligencia y tesón, que doblaron el capital recibido.
“En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor”.
El tercero, indolente y perezoso, no malbarata el talento recibido; se contenta con esconderlo en lugar seguro para devolverlo sin ganancia a su señor: en él están representados los que reciben en vano la gracia del Señor, que no hacen el bien que pudieran y debieran, ni levantan el corazón de las cosas de la tierra.
Dinero abundante y tiempo prolongado les concedió e1 señor a sus empleados para que negociaran:
“Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos”.
Es la visita del Señor al fin de nuestra vida: cuanto más tiempo y mayores dones, más exigente será el Señor.
“Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco”.
El siervo de los cinco talentos ofrece a su jefe el capital duplicado. El fruto que debemos reportar de los dones de Dios debiera ser equivalente a los mismos. El empleado fiel no se ufana con la exhibición de su lucro, antes reconoce primero el don recibido sin el que le hubiese sido imposible negociar, “diciendo: Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”.
¡Cuánta es la generosidad de Dios para con nosotros! Porque Él, que nos da los dones de naturaleza y gracia, hace que podamos hacerlos fructificar todos en abundancia para lograr la vida eterna. El da el ser y la manera del ser, en el orden natural y sobrenatural. Sin Él, nada podemos hacer en orden a la vida eterna; pero basta que pongamos nuestra voluntad al servicio de sus dones para que nazca el mérito, y podamos enriquecernos con los dones que Él nos dio.
“Su señor le dijo: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
Alaba y premia el jefe la diligencia del buen empleado.
El Evangelio utiliza la expresión “banquete de tu señor” para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios; la visión de Dios; la entrada en el gozo del Señor; la entrada en el descanso de Dios:
Dice San Agustín: “Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin?”
Es poca cosa toda la riqueza del mundo comparada con el gozo del Señor, la visión de Dios en el cielo, que dará el Señor a quienes correspondan a sus dones.
“Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”. Tanto hizo éste como el primero, porque sacó de su capital un beneficio proporcional. Por ello tiene para él el señor las mismas palabras de alabanza y la misma recompensa. Dios no mira cuánto hemos hecho, sino la diligencia, el ahínco, la fidelidad con que hemos trabajado:
“Su señor le dijo: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco; te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
“Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: Señor, sabia que eres exigente, que cosechas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El tercer empleado no malgastó el dinero recibido de su jefe, pero no lo hizo trabajar por pereza. Convencido de que ha obrado mal, lejos de confesar su pereza, increpa a su señor, tratándole de ambicioso y duro, justificando con ello su flojera y abandono de una forma muy grosera.
Hay quienes se figuran a Dios como un señor exigente e implacable, que sólo es capaz de infundir temor. Y otros piensan que Dios es tan tolerante que hallan en su bondad excusas para sus pecados. Ni lo uno ni lo otro. Dios es exigente, porque es la rectitud esencial y la autoridad infinita, pero es la suma bondad y la inmensa misericordia. Nadie tan padre como Él, en quien se suma la gravedad máxima y la máxima bondad. Y es lleno de tolerancia en el sentido de que perdona nuestros pecados cuando nos arrepentimos de ellos: pero nunca justifica nuestras desviaciones sin la debida compensación a su justicia.
Increpa el señor al empleado por su desidia: “El señor le respondió: Eres un empleado negligente y holgazán”. Negligente es quien no cumple su deber de hacer el bien.
“¿Con que sabias que cosecho donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses”.
Dice San Jerónimo: “Peca contra Dios, y contra sí, y quizá contra el prójimo, quien retiene la gracia de Dios en la inacción. Dios quiere que produzca frutos de vida eterna”.
No somos más que usufructuarios de todo cuanto hemos recibido de Dios: el ser, las facultades de cuerpo y alma, las pertenencias de todo género. Poner el dinero en el banco es invertir generosamente en todos cuantos pueden beneficiarse de lo que nosotros tenemos, especialmente los pobres, los enfermos, los ignorantes, los niños… Todo es caudal puesto a renta, y todo produce para Dios.
Y añade el señor el castigo del empleado por su cobarde conducta:
“Quítenle el talento y dénselo al que tiene diez”.
Suele el Señor quitar a los hombres aquellos dones y gracias que con su pereza han hecho inútiles.
“Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.
Termina la parábola con una admonición gravísima y con la sanción que mereció el empleado negligente.
El esfuerzo y la cooperación a la gracia, atraen otras gracias de la generosidad de Dios. En cambio, los indolentes y perezosos, que tienen ociosos los talentos o dones que han recibido, se verán privados, en mil formas, de aquello que recibieron, aunque conserven las apariencias de lo que tuvieron. Esto ocurre en durante nuestra vida mortal.
Más terrible es sin comparación el castigo definitivo:
“Y a ese empleado inútil échenlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
No sólo los que obran mal serán condenados, sino también los que no hicieron el bien que debieron.
Quien por su culpa cayó en las tinieblas del corazón, utilizando, ciego, para sí lo que le dio Dios para negociar para Él, es castigado con las tinieblas eternas, privado de la luz de Dios, que debió guiar sus pasos en vida y que fue por él despreciada. No hay tinieblas comparables a las que produce la ausencia de la luz de Dios: son la privación de la luz esencial, mil veces más negras que las que resultan de la ausencia de esta luz que Dios creó.