BlogComentario del Evangelio

Domingo de la Ascensión del Señor | Marcos 16,15-20

En este Séptimo Domingo de Pascua, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

La celebración del misterio de la Ascensión del Señor es la fiesta de la Esperanza. La Esperanza teologal, la que está fundada en las promesas de Dios, es el estado de nuestra alma en el que nos parece posible lo que deseamos. Nosotros esperamos disfrutar lo mismo que ya vive Jesús en el cielo, a la gloria a la que ha llegado nuestro Salvador podemos llegar también nosotros. El cristiano es persona de Esperanza, sin Esperanza la vida no vale la pena vivirla.

“En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación”.

Nos enseña el Catecismo: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”.

Para que esta llamada resonara en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio. Fortalecidos con esta misión, los apóstoles salieron a predicar por todas partes.

Los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, los religiosos y los fieles laicos, todos los miembros de la Iglesia tenemos como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios, según la orden del Señor. Somos “los heraldos del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo” (LG 25).

“El que crea y se bautice, se salvará. El que se resista a creer  será condenado”.

Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación. Porque sin la fe es imposible agradar a Dios y llegar a participar en la condición de sus hijos. Nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna.La fe es necesaria para la salvación.

Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo. El Señor mismo afirma que el Bautismo es necesario para la salvación. Por ello mandó a sus discípulos a anunciar el Evangelio y bautizar a todas las naciones. El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento. La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer renacer del agua y del Espíritu a todos los que pueden ser bautizados.

El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, para que vivamos también una vida nueva. El Bautismo es el sacramento de la fe. Pero la fe tiene necesidad de la comunidad de creyentes. Sólo en la fe de la Iglesia puede crecer cada uno de los fieles. La fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno o a su padrino se le pregunta: “¿Qué pides a la Iglesia de Dios?” y él responde: “¡La fe!”.

“A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi Nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos”.

La Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios Salvador porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano de Dios. Los espíritus malignos temen su Nombre y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros.

Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó, de Él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia.

Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos y bendice a los niños. La mano es un símbolo del Espíritu Santo.En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo.

“Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”.

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por el cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios.

Nosotros por nuestras solas fuerzas naturales no tenemos acceso a la Casa del Padre, a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrirnos este acceso, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Prefacio de la Ascensión del Señor, I).

Jesucristo  penetró en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro. En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio, ya que está siempre vivo para interceder en nuestro favor.

Cristo, desde entonces, “se sentó a la derecha de Dios”. Dice San Juan Damasceno: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”. Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías.

“Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la  palabra con las señales que los acompañaban”.

Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la última hora. “El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta” (LG 48).

El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos que acompañan a su anuncio por la Iglesia. El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación” (Concilio Vaticano I).

Los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad “son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (Concilio Vaticano I).