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Comentario del Evangelio XXXII Domingo del Tiempo Ordinario Mt 25,1-13

Estamos llegando ya al final del año litúrgico, y por ello la palabra de Dios nos exhorta a pensar en las realidades finales o escatológicas. Así, San Pablo nos dice que no quiere que ignoremos la suerte de los difuntos, para que no nos aflijamos como los que no tienen esperanza. Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó, y de igual modo, Dios nos llevará con él, por medio de Jesús, cuando muramos. Seremos llevados al encuentro del Señor, para estar siempre con él. Dice el apóstol que debemos consolarnos mutuamente con estas palabras de fe y esperanza en Jesucristo.

El que tiene verdadera fe en Jesucristo anhela y desea vivir eternamente con él. Mientras vivimos en este mundo nuestra alma está sedienta de Dios y por él madrugamos cada día. La gracia de Dios vale más que la vida mortal y nuestros labios cada día alaban al Señor por su misericordia. Bendecimos al Señor, invocamos su nombre y lo alabamos con júbilo. Vivimos a la sombra de sus alas, él es nuestro auxilio; cada noche, antes del descanso nos acordamos de él y meditamos en su palabra y en sus promesas.

A la luz de la primera lectura, supliquemos la sabiduría de Dios, que se da a conocer a quienes la desean y la encuentran los que la buscan. Esta sabiduría, por un lado, es un don del espíritu Santo y por otro, es el mismo Jesucristo, Sabiduría del Padre encarnada en el seno de María virgen. En estos momentos de la historia de la humanidad, más que nunca necesitamos esta sabiduría divina, para que nos aborde benigna en nuestros caminos y nos guíe en nuestras preocupaciones. Que esta sabiduría nos salga al encuentro en cada pensamiento.

Las palabras de Jesucristo son espíritu y vida y comunican vida eterna a todo el que cree. ¿Me convencen las palabras del Señor o me dejo distraer y entretener con las vanidades de este mundo? Hay una manera de comprobarlo: pensemos en las veces en que hablamos de este tema con otras personas.

Supliquemos, por tanto, hermanos, la sabiduría divina, para estar preparados, para vivir en vela, aguardando el encuentro con nuestro Esposo amado: Jesucristo. No olvidemos que el cielo es el banquete de bodas del Cordero inmaculad

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