Comentario del Evangelio XXX Domingo del Tiempo Ordinario Mt 22,34-40
Llegamos ya al domingo 30º del tiempo ordinario, antes de celebrar el próximo domingo la solemnidad de Todos los Santos. Con San Pablo acogemos la palabra de Dios, en medio de tantas tribulaciones, con la alegría del Espíritu Santo. Es más, es el mismo Espíritu quien nos fortalece en toda ocasión para abandonar los ídolos y volvernos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de Jesucristo, que nos libra del castigo futuro.
Sí, hermanos, nos encontramos en una situación mundial de desconcierto, e incluso de caos, debida a la pandemia del coronavirus. Parece mentira que una microscópica molécula haya puesto en crisis a todas las naciones de la tierra. El Santo Padre Francisco ha dedicado bastantes intervenciones de su magisterio para iluminar el sentido humano y cristiano y las consecuencias de esta epidemia: necesitamos una profunda conversión y renovación de los valores y prioridades de nuestra vida. Nos lo ha dicho San Pablo: debemos abandonar los ídolos (poder, placer, pereza, violencia, lujuria, abusos, ambición, egoísmo, ideologías, etcétera) y servir al único rey y Señor de todos: Jesucristo. Si damos a Dios lo que es de Dios, daremos también al César lo que es del César, pero no más.
Pero hoy no nos vamos a quedar callados, con el salmo y el corazón se lo vamos a decir: “yo te amo, Señor, con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi ser”. Usemos esta frase para declararle nuestro amor al Señor, cerrando los ojos o contemplándolo en el Sagrario, en la custodia o delante de alguna imagen. El Señor lo está esperando. Haz la prueba, te hará mucho bien. Jesús nos pregunta, como a San Pedro: “Me amas?”. Respondámosle: “Señor, tú lo sabes todo, sabes que te amo”.
La antífona del aleluya es la respuesta del Señor a nuestra declaración de amor: “el que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él”. ¡Qué hermoso es todo esto, hermanos! Si amamos a Dios, él viene a morar dentro de nosotros: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitan en nuestro corazón. El Espíritu Santo, que es el amor de Dios, derramado en nuestros corazones, nos impulsa a amar a Dios y al prójimo.
YO TE AMO, SEÑOR, ¡SABES QUE TE AMO!
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