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Comentario del Evangelio XXIII Tiempo Ordinario, San Lucas 14,25-33

Muy queridos hijos:

Que la gracia, la misericordia y la paz del Señor estén siempre con todos ustedes.

Domingo XXIII del tiempo ordinario, primer domingo del mes de septiembre, tradicionalmente llamado mes de la Biblia, porque en su último día 30 celebramos la memoria de San Jerónimo, doctor de la Iglesia, que fue quien nos entregó traducida al latín la sagrada Escritura. Es bueno que, a la hora de hacer un regalo, averigüemos si esa persona no tiene la palabra de Dios escrita. También es bueno que examinemos, para mejorar, nuestro encuentro con el Señor a través de su palabra viva y santa.

Acudimos siempre al Señor porque sabemos que es justo y sus mandamientos son rectos. Él siempre nos trata con misericordia a los que somos sus siervos. Porque, como dice la primera lectura, “los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos, porque el cuerpo mortal oprime el alma, y esta tienda terrena abruma la mente pensativa”. Así es, hermanos, necesitamos suplicar cada día la sabiduría divina, para aprender lo que agrada a Dios, para darle gloria y enderezar nuestras sendas según su voluntad. El Señor quiere darnos a conocer sus designios y lo que él quiere de nosotros. Para ello nos da su Santo Espíritu, que hemos de pedir constantemente.

El Señor quiere hacer brillar su rostro sobre sus siervos, y quiere también enseñarnos sus decretos y sus planes. Y lo hace por medio del Evangelio en su Iglesia, pero también en lo más profundo de nuestro corazón, si hacemos el silencio necesario para escucharlo.

Los cristianos somos los discípulos de Cristo, los que lo seguimos cada día; los que cada día escuchamos y meditamos con el mayor interés lo que nos dice, porque sólo él tiene palabras de vida eterna, porque sólo él es la verdad y la vida; él es el camino seguro para la salvación eterna, es la luz verdadera que alumbra nuestros corazones.

El Evangelio de este domingo es muy conocido, y lo hemos leído y compartido en otras ocasiones. Pero la pregunta clave es ¿yo vivo lo que Jesús hoy me propone?

“Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío”.

El verbo posponer significa poner después, ubicar detrás de. El Señor nos aclara que el amor a nuestra familia, e incluso a nosotros mismos, ocupa un segundo lugar en la vida del discípulo de Cristo. El primer lugar, el primer amor, el primero en todo es Jesucristo. Además, Jesús nos advierte que no podemos ser discípulos suyos si no cargamos con nuestra cruz y vamos detrás de él. El Señor va delante de nosotros cargado con la cruz de los pecados de toda la humanidad: también los tuyos y los míos.

Fíjense que el Señor aclara todo esto con dos parábolas, para que no nos quepa ninguna duda. La primera es la de quien quiere construir una torre y no calcula primero los gastos, para ver si tiene para terminarla. La segunda es la de un rey que va a dar la batalla a otro rey y no calcula primero si puede entablar la lucha con un ejército que cuenta con la mitad de soldados que el ejército enemigo.

Por lo tanto, hermanos, no podemos hacernos los distraídos, porque Jesús habla muy claro, y lo ratifica con la frase final: “así pues, todo aquel de entre ustedes que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”.

A primera vista, parece que el Señor es muy exigente, y en cierta manera, podríamos decir, que es egoísta. Porque, para ser discípulos suyos, obliga a elegirlo a él como el primer amor y el máximo bien para esta vida. ¿Es realmente egoísta Jesús cuando pide todo esto?

Los que conocemos y tenemos experiencia de Jesucristo, aunque sea poquito, entendemos perfectamente lo que nos dice el Señor, porque sencillamente lo hemos comprobado y lo seguimos comprobando cada día de nuestra vida. Sólo Jesús nos ama con un amor tan grande, que sólo él merece ocupar el primer lugar en nuestro corazón. Precisamente, a medida que avanza nuestra vida, los amores de este mundo, incluida la familia y por supuesto los bienes materiales, nos defraudan, o nos desilusionan, o nos decepcionan, o se mueren. Aunque el Señor nos haya regalado una familia, entre comillas “maravillosa”, en lo profundo de nuestro corazón hay un vacío que sólo puede llenar Jesucristo.

Es la frase tan conocida de San Agustín, al que celebrábamos el pasado domingo: “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón no encuentra descanso fuera de ti”. Realmente el Señor es el tesoro y la perla preciosa de nuestra vida. Por él lo dejamos todo y lo seguimos con toda confianza. Es nuestro buen pastor: “el Señor es mi pastor, nada me falta”. Nada me falta, todo lo tengo en él; él lo es todo para mí.

El Señor no es egoísta, todo lo contrario. Los que vivimos, tratando de amarlo sobre todas las cosas y por encima de todos los amores y bienes de este mundo, nos damos cuenta de que amamos con un amor más grande, más puro y más fiel a nuestros seres queridos. Jesús no quita ni disminuye el amor a nuestros padres, a nuestro esposo, a nuestros hijos, a nuestros hermanos, e incluso a nosotros mismos; sino que lo fortalece, lo purifica de egoísmos y lo ubica en su lugar. Precisamente, el amor primero y pleno a Jesucristo es el que garantiza el verdadero amor a nuestros familiares. ¿Saben por qué? Porque el Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones, nos capacita y nos impulsa a amar de verdad: primero al Señor y, desde él, a todos los demás. Es el Espíritu Santo el que nos hace reconocer, amar y servir a Jesús en cualquier prójimo, pero especialmente en nuestros seres queridos.

No quiero extenderme en este comentario, pero en la segunda lectura tenemos un precioso testimonio de este amor verdadero cristiano: San Pablo exhorta a Filemón a que reciba de nuevo y ame a su esclavo Onésimo, como si se tratara del mismo Pablo, es decir, con el amor del mismo Jesús.

Oremos a nuestro Padre celestial, por quien nos ha venido la redención y el ser hijos de su amor, y que nos mira con bondad, para que cuantos creemos en Cristo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.