Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio XVI Tiempo Ordinario, San Lucas 10,38-42.

Muy queridos hijos:

Que la gracia y la misericordia del Señor estén con todos ustedes.

La oración oficial de la Iglesia, que es la Liturgia de las Horas, siempre comienza con la invocación “Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, date prisa en socorrerme”. A primera vista, parece un poco exagerado que oremos durante todo el día invocando el auxilio y el socorro urgente del Señor. ¿Es que nos estamos ahogando o corremos un peligro inminente? Con toda seguridad, cuando el Espíritu Santo nos hace orar con estas expresiones, es porque en cada hora nosotros o cualquier persona estamos en peligro, y necesitamos la protección del Señor.

Hoy precisamente la antífona de entrada de la Santa Misa está tomada del salmo 53, y comienza con esta frase “Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida”. Continúa diciendo “te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno”. Y así es, hermanos, a esto venimos a la eucaristía: a ofrecer un sacrificio voluntario, el mismo sacrificio de Cristo, al que nosotros nos unimos. Participamos en los misterios santos para dar gracias por todos los beneficios recibidos de quien es el único bueno: Dios.

Realmente el Señor se muestra propicio con los que somos sus siervos, y multiplica, compasivo, los dones de su gracia sobre nosotros. Él quiere, desde su Sagrado Corazón, encendernos de fe, esperanza y caridad, para que perseveremos siempre en el cumplimiento de sus mandatos.

La primera lectura nos presenta el encuentro de Abrahán con tres misteriosos peregrinos, a los que da la mejor acogida y hospedaje. La tradición católica ha visto en estos tres personajes una representación de las tres Personas de la Santísima Trinidad. Lo que está claro es, por un lado, la inmensa delicadeza del corazón de Abrahán, que, al verlos, corre a su encuentro y se postra en tierra delante de ellos. Y a continuación, los llama “Señor mío”, considerándose él mismo siervo de ellos. Los tres peregrinos le prometen a Abrahán que dentro de un año su esposa Sara le habrá dado un hijo: Isaac.

En este texto sagrado, comprobamos cómo la obra de misericordia de dar posada al peregrino, recibe a cambio el premio de tener el hijo ansiado y esperado. Podemos pensar nosotros que quizá hemos dejado pasar de largo la visita del Señor en nuestras vidas, sin darle la debida acogida y hospitalidad; quizá nos hayamos perdido alguna gracia importante, que el Señor nos quería regalar. Por ello, estemos atentos a las oportunidades de realizar obras de amor. Como dice la antífona de la comunión: “Mira, estoy a la puerta y llamo, dice el Señor. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.

De todas formas, el premio y la recompensa más importante que reciben Abrahán y Sara es la visita en persona del mismo Dios, que ha querido hospedarse en su carpa. Así es el Señor con nosotros: él quiere habitar siempre dentro de nosotros, comunicándonos el gozo de su presencia y la gracia de sus dones. La respuesta del salmo quizá deberíamos meditarla en otro sentido: en vez de decir “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”, quizá debía ser “Señor, ¿quién puede hospedarte en su tienda?” Como decimos antes de comulgar, “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. Realmente nunca somos dignos de recibir al Señor en nuestro corazón, pero es él el que quiere venir y habitar en nosotros.

El salmo responsorial nos da una serie de disposiciones necesarias para que el Señor pueda habitar en nosotros y nosotros habitar en él: el que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua; el que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino; el que honra a los que temen al Señor, el que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. Al Señor no podemos engañarlo, él ve nuestro corazón y nuestras intenciones. Pidámosle siempre un corazón puro y humilde, noble y justo, lleno de misericordia.

Como cada domingo, el centro de la palabra de Dios es el Santo Evangelio; y hoy San Lucas nos relata el conocido pasaje del encuentro de Jesús en Betania, en casa de Marta, María y Lázaro, sus entrañables amigos. Al igual que en la primera lectura, contemplamos la acogida y la hospitalidad hacia una persona. En este caso es el mismo Dios, en la persona de Jesucristo, quien acepta el cariño de la dueña de casa, Marta.

María, la hermana de Marta y Lázaro, está sentada a los pies del Señor, que en ese momento estaba hablando. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios de la casa, hasta que, acercándose, le dice a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano”. El Señor le responde que, en ese momento, la parte mejor, lo que hay que hacer, es estar a los pies de Jesús, escuchando su palabra. Las tareas del servicio se pueden hacer en otro momento. No hay que quitar tiempo para estar con Jesús, cuando él entra en nuestra casa y nos habla. Todos sabemos bien que el Señor se refiere a la vida espiritual, a la vida de oración y de intimidad con él, a la necesidad de escuchar y meditar su Palabra, tal como hace en este momento su hermana María.

No se trata de oponer la vida activa a la vida contemplativa. No se trata de oponer el trabajo a la oración. Debemos hacer siempre la voluntad de Dios, debemos dejarnos mover siempre por el Espíritu Santo, que habita dentro de nosotros. Por eso es tan importante vivir con una regla de vida, con un horario, bien reglamentado, en el que durante nuestra jornada demos un tiempo fijo, largo y tranquilo, para  orar en la presencia del Señor. No puede ser que nos sigamos conformando con una brevísima oración al levantarnos y al acostarnos, y con la bendición de los alimentos. El verdadero cristiano vive enamorado de Cristo, y dedica cada día un tiempo suficiente para disfrutar del encuentro amoroso con el Señor. Así lo dice la antífona del aleluya: “bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia”.

Precisamente, San Pablo en la segunda lectura, nos da testimonio de que Dios lo ha nombrado servidor de la Iglesia, con la encomienda de llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y generaciones y revelado ahora a los cristianos, los cuales conocemos la riqueza de la gloria de este misterio. El misterio es Cristo en nosotros, Él es la esperanza de la gloria. Por ello, debemos dejarnos amonestar y enseñar por esta Palabra, para que podamos presentarnos perfectos en Cristo, cuando él nos llame a su gloria. Amén.

#PalabraDelSeñor

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