Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio XV Tiempo Ordinario, San Lucas 10,25-37.

Muy queridos hijos

Que la gracia, la paz y la misericordia del Señor estén siempre con ustedes.

Nuestro Padre Dios muestra la luz de su verdad a los que andan extraviados, para que puedan volver al camino. Por ello nosotros, que nos profesamos cristianos, le pedimos que nos conceda rechazar lo que es contrario a este nombre de cristianos, y cumplir cuanto en él se significa. De muchas maneras se sirve el Espíritu Santo para mostrarnos que andamos extraviados, es decir, que andamos fuera del camino, que es el mismo Jesucristo. Lo hace sobre todo a través de la palabra de Dios, pero también por medio de personas que él pone en nuestro camino para advertirnos de los peligros, y para llevarnos a la luz de la verdad. Siempre estamos a tiempo de volver al buen camino, porque el Espíritu Santo nos asiste con la gracia de Dios.

La vida del cristiano debe ser un ejemplo para los demás. Nos tenemos que mostrar cómo luz del mundo y sal de la tierra, por la santidad de nuestras costumbres. Primero hemos de rechazar con toda decisión lo que es indigno y contrario al nombre cristiano: el pecado y todas sus manifestaciones. Pero también, con la gracia de Dios, debemos dejarnos mover por el Espíritu Santo para cumplir los mandamientos y la vida nueva que Jesús nos regala el día de nuestro bautismo: vida de santidad, es decir, hasta dejar que Cristo viva en nosotros. Como decía San Pablo: “ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí”.

Venimos a la eucaristía a ofrecerle al Señor el don de nuestra vida y de nuestras buenas obras. Él nos derrama su gracia para que crezcamos en santidad. Nos sentimos dichosos al reunirnos en su casa, donde lo alabamos y experimentamos su ternura y su misericordia, en compañía de los hermanos, comemos la carne de Cristo y bebemos su sangre, para que él habite en nosotros, y nosotros en él. Participando frecuentemente en el sacramento de la eucaristía, aumentamos en nosotros el fruto de la salvación.

Nos lo ha recordado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio: debemos escuchar la voz del Señor, y observar sus preceptos y mandatos. Debemos vivir orientados y vueltos con todo el corazón y con toda el alma hacia el Señor. Así lo repetimos antes del prefacio: cuando el sacerdote nos dice “levantemos el corazón”, nosotros respondemos “lo tenemos levantado hacia el Señor”. Pero ¿es verdad que mi corazón está vuelto al Señor? ¿Vivo para el Señor? La voluntad de Dios la conocemos por la revelación, pero además está grabada en nuestro corazón. Lo que el Señor quiere de nosotros no excede nuestras fuerzas ni es inalcanzable, porque él vive en nosotros y nos asiste con su Santo Espíritu.

El Señor siempre nos escucha con su gran bondad y su fidelidad nos ayuda. Siempre nos responde con la bondad de su gracia, y por su gran compasión, se vuelve hacia nosotros para atender nuestras súplicas. Su salvación siempre nos levanta, por ello hemos de alabar el nombre de Dios y proclamar su grandeza con acción de gracias. El que es humilde se alegra en el Señor, no deja de buscarlo cada día, y experimenta que su corazón revive bajo la acción del Espíritu Santo.

Las palabras del Señor son espíritu y vida, porque están inspiradas por el Espíritu Santo, para ser vividas con Cristo en nuestros corazones. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, nos presenta un precioso himno de alabanza a Jesucristo, que ya en su época rezaban y cantaban las comunidades cristianas. Este himno de la carta a los colosenses la Iglesia lo reza en la oración de las vísperas de la Liturgia de las Horas. Es un precioso cántico, digno de ser meditado y gustado en nuestra oración personal y comunitaria.

Jesucristo, imagen de Dios invisible, es la cabeza del cuerpo de la Iglesia. Es el primogénito de toda criatura y el primogénito de entre los muertos y resucitados, es el primero en todo. En él fueron creadas todas las cosas. Todo fue creado por él y para él. El Padre quiso que en Cristo residiera toda la plenitud. Él es anterior a todo y todo se mantiene en él. Cristo ha reconciliado todas las cosas del cielo y de la tierra, y ha hecho la paz por la sangre de su cruz.

¡Qué hermoso himno! Así es, hermanos, el Señor Jesús lo es todo. Por ello, se merece nuestra alabanza, nuestra adoración y nuestro amor. Para heredar la vida eterna hemos de cumplir el doble precepto del amor, que hoy nos recuerda el Evangelio: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo, como a ti mismo”.

El maestro de la ley judía se acerca a Jesús y, para ponerlo a prueba, le hace una pregunta clave: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? El Señor le responde con la parábola del buen samaritano. La narración tiene muchos detalles, que en el fondo nos describen los sentimientos del Corazón de Cristo hacia el hombre pecador. El Señor se conmueve de nuestra miseria y postración y, movido de misericordia infinita, se desvive para rescatarnos y devolvernos la dignidad perdida y la gracia de la salvación. Solo él nos ama así, hasta el extremo de dar su vida en la cruz por cada uno de nosotros.

La conclusión del evangelio es clara para ti y para mí: “anda y haz tú lo mismo”. Si quieres heredar la vida eterna, no des rodeos ni pases de largo ante Jesús pobre, enfermo, necesitado… practica el verdadero amor misericordioso hacia el prójimo. Al final de la vida seremos examinados sobre el amor, sobre el amor a Jesús presente en el prójimo: “Lo que hicieron a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicieron”.

#PalabraDelSeñor

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