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Comentario del Evangelio del V Domingo de Pascua, Juan 13,31-33a.34-35

Muy queridos hijos:

Que la gracia y el amor de Jesús resucitado estén siempre con todos ustedes.

Domingo quinto de Pascua, que coincide con la memoria de San Isidro labrador. A este Santo, patrono de los animadores catequistas en la Prelatura de Moyobamba, nos encomendamos con toda confianza. Lo hacemos también junto a su esposa, Santa María de la cabeza. ¡Qué hermoso es tener un matrimonio como modelo de santidad! San Isidro nos ha dejado un magnífico ejemplo de vida escondida con Cristo en Dios, desde la humildad, la sencillez y el amor al prójimo. También nos enseña que nos podemos santificar en el trabajo de cada día, ofrecido a nuestro Padre celestial, convirtiéndolo en plegaria de alabanza a su nombre.

Continuamos en la primera lectura acompañando los pasos de la vida de la Iglesia en los primeros años, después de Pentecostés. Las distintas misiones de los apóstoles y los discípulos van dando numerosos frutos, y ellos van fundando comunidades en distintos lugares, convirtiendo a la fe a muchos judíos y a muchos paganos. Pero hay una cosa clara: nunca ocultan la verdad de que ser discípulo de Jesús les puede traer persecución y cruz. Siempre anuncian a Jesucristo, crucificado, muerto y resucitado, único Señor y Salvador.

Vemos hoy a Pablo y Bernabé, que animan y exhortan a los nuevos discípulos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Varias veces en el Evangelio recordamos cómo el Señor nos asegura que, para ser sus discípulos, debemos negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz cada día y seguirlo con fidelidad. Es más, Jesús, en la última bienaventuranza, llama dichosos a los que son perseguidos, calumniados y odiados por su causa.

También este pasaje del libro de los Hechos, nos presenta la fundación de las distintas Iglesias, dirigidas por obispos y presbíteros, designados por los apóstoles. Aparece el testimonio de la oración y el ayuno por los hermanos de las comunidades: los encomendaban al Señor, en quien habían creído; los encomendaban a la gracia de Dios, para poder cumplir la misión. Todo esto, para nosotros, sigue siendo testimonio y ejemplo de cómo hemos de interceder por la Iglesia y todos los hermanos. Sólo con la oración y el ayuno puede proseguir, dando fruto, la obra de la evangelización misionera.

Bendecimos al Señor, bendecimos su nombre por siempre. Él es nuestro rey y nosotros proclamamos la gloria de su reinado. Anunciamos con la fuerza del Espíritu Santo la prodigiosa hazaña de nuestro Dios: la victoria de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que ha derrotado a todos nuestros enemigos, y nos da esperanza, más allá de esta vida.

Precisamente San Juan en la segunda lectura, nos presenta una nueva visión de la ciudad Santa, de la nueva Jerusalén, que desciende del Cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se engalana para su esposo. Esta nueva Jerusalén es el Cielo, es la morada en la que Dios está entre nosotros para siempre. Nuestro Dios enjugará toda lágrima, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque él hace nuevas todas las cosas. Es un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecerán. Toda la creación quedará renovada con la gloria divina.

En el Evangelio de este domingo, Jesús anuncia que va a ser glorificado por el Padre. Esta gloria, sabemos que es su resurrección y su entrada en el Cielo, para sentarse como juez de vivos y muertos, a la derecha del Padre. Pero el camino hacia esta gloria comienza misteriosamente con la salida de Judas del cenáculo en la última cena. Este apóstol traidor va a vender al Señor por 30 monedas. Todos recordamos la explicación de Jesús a los discípulos de Emaús: “era necesario que el Mesías padeciera, para entrar en su gloria”. El Evangelio de San Juan nos presenta la pasión del Señor como el camino hacia su glorificación.

Hoy, con increíble ternura, Jesús llama a sus apóstoles “hijitos”. Se está despidiendo de ellos y de nosotros, porque va a volver junto al Padre. Lo vamos a celebrar el domingo de la Ascensión. Pero, antes de su Pascua, nos deja su mandamiento nuevo, el mandamiento del amor cristiano.

Démonos cuenta de que es un mandamiento, es decir, es una obligación cumplirlo; pero para poder hacerlo, contamos con la fuerza del Espíritu Santo, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Mandamiento “nuevo” para hombres “nuevos”, que hemos nacido del agua y del Espíritu, que nos ha hecho hermanos en Cristo, miembros del mismo Cuerpo.

El Señor no nos manda que nos amemos, sino que nos amemos como él nos ha amado, es decir, hasta lavarnos los pies unos a otros, y hasta dar nuestra vida. Insisto, hermanos, podemos y debemos vivir este amor, porque el mismo Jesucristo nos capacita con la fuerza de su Santo Espíritu. Por ello, a medida que se acerca la fiesta de Pentecostés, tenemos más hambre y más sed del Espíritu Santo. Nos damos cuenta de que sólo podremos vivir y practicar este amor con la gracia y la asistencia del Espíritu del Padre y del Hijo.

Sabemos que Dios es Amor dentro de sí mismo, en la relación de las personas divinas, y es también amor hacia fuera, manifestado en la creación y, sobre todo, en la redención: “tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo”. Dios es amor y nos ama primero. Nuestro amor a él es siempre respuesta a su amor sin medida. Recordemos, de todas maneras, que Jesús nos pregunta ¿me quieres? Aunque no necesita nuestro amor, lo espera, como respuesta a su amor infinito. Con San Pablo volvemos a proclamar: “vivo de la fe en el hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí”.

Terminamos nuestra meditación, tomando conciencia de que el mandamiento nuevo de Jesús no es que lo amemos a él, sino que nos amemos los unos a los otros como él nos ama. Al Señor le interesa más que nada, que nos amemos, que demos testimonio de su amor: “en esto conocerán todos que son discípulos míos: si se aman unos a otros”. Por otro lado, sabemos que Jesús se identifica con el prójimo, está en cada hombre necesitado, como nos explica en el capítulo 25 de San Mateo: “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, etc.”; “cada vez que lo hicieron con uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron”.

Aquí está el fundamento de la nueva evangelización: los hombres creerán en nuestro anuncio, si nos ven unidos en el amor, en el verdadero amor cristiano. Jesucristo no manda imposibles, él vive en nosotros, él quiere amar en nosotros. Dejémonos mover por el Espíritu de Cristo.

#PalabraDelSeñor

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