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Comentario del Evangelio del III Domingo de Pascua, Juan 21,1-19

Que la paz, la alegría y la fortaleza de Jesucristo resucitado estén siempre con todos ustedes.

Entramos en el mes de mayo, en el mes de María, de la mano de nuestro querido San José, al que acudimos como modelo de trabajador, servidor fiel y prudente de la Sagrada Familia de Nazaret. Encomendamos especialmente a los que buscan un trabajo digno y estable para sostener a sus familias. Rezamos también a San José para que nos ayude a santificarnos en el fiel cumplimiento de nuestros deberes domésticos y laborales.

Ya estamos en el tercer domingo de Pascua, y seguimos contemplando a Jesucristo resucitado de entre los muertos. El ya no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Él es el viviente, el Alfa y la Omega, el principio y fin, el Señor, Rey del universo. Él es el Cordero degollado, tal como nos lo presenta el apóstol San Juan en la lectura del Apocalipsis. La alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos, son para el Padre celestial y para este Cordero degollado y resucitado. Realmente es digno el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

Este reconocimiento de la gloria divina en el Cielo será nuestra dicha por toda la eternidad. Para esto ha resucitado Jesucristo: para introducirnos con él en la fiesta de los ángeles y de los santos. Toda la creación, los cielos nuevos y la tierra nueva, y todas sus criaturas rendirán homenaje eterno a la santísima Trinidad.

Esto es lo que nos espera, hermanos, y, por conseguir esta gloria, valen la pena todas las cruces y sufrimientos de esta vida. Esta fe y esta esperanza es la que manifiestan Pedro y los apóstoles en la primera lectura. Ante la prohibición de enseñar en nombre de Jesús, ellos contestan dando testimonio de que Jesús ha resucitado y vive para siempre. Proclaman que Jesucristo es Jefe y Salvador, para otorgar a Israel y a toda la humanidad la conversión y el perdón de los pecados. Ellos no pueden callar lo que han visto y oído, y deben cumplir la misión que Jesús les dio: ser testigos de su victoria y ofrecer al mundo entero la salvación.

“Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Esta es la respuesta que dieron a la prohibición de predicar en el nombre del Resucitado. No sólo a predicaron, sino que nos dice San Lucas que habían llenado Jerusalén con su enseñanza. ¡Habían llenado una ciudad entera del nombre de Jesucristo! Esto tiene para nosotros una gran lección: nuestra misión también consiste en llenar nuestros ambientes con el anuncio de la persona y de la obra del mismo Cristo.

Los apóstoles fueron terriblemente azotados. Volvieron a prohibirles hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Y aquellos hombres, que cerraban sus puertas porque tenían miedo a los judíos, ahora salen contentos de haber merecido aquel ultraje, aquella flagelación por el nombre de Jesús. ¡Cómo se nota que han recibido el Espíritu Santo el día de Pentecostés! Nosotros, durante la Pascua, también nos preparamos para recibir una nueva efusión del Espíritu del Padre y del Hijo, que nos haga vivir con un nuevo corazón, con las ansias redentoras del Corazón de Cristo.

En el salmo de esta Misa, nos unimos a los sentimientos de alabanza y gratitud de los apóstoles, después de haber sido azotados: “te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. El Señor los salvó de la muerte en esta ocasión, pero darán su vida por Jesús cuando llegue el momento de cada uno. Pronto morirá el diácono San Esteban, el primer mártir cristiano.

Los apóstoles, sin ningún temor, denuncian y acusan a los sumos sacerdotes del terrible crimen que habían cometido matando a Jesús, colgado de un madero. Los hacen responsables de la sangre derramada por Cristo, son realmente culpables de su muerte. También denuncian a la población de Jerusalén, por haber pedido el indulto de Barrabás y la crucifixión de Jesús, cuando Pilato había decidido soltarlo.

Sabemos que miles de ellos se convirtieron, se bautizaron y empezaron a formar parte de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. En la pasión, muerte y resurrección de Jesús se cumplieron todas las profecías. Se cumplió el plan y la voluntad del Padre, al que Jesús se sometió libremente en todo momento: “era necesario que el Mesías padeciera todo esto, para entrar en su gloria”.

El Evangelio de San Juan termina con el precioso pasaje de esta última aparición de Jesús resucitado junto al lago de Tiberíades. Simón Pedro, Tomás (el que el pasado domingo metió sus dedos y su mano las llagas gloriosas de Cristo), Natanael, los hermanos Zebedeo, Juan y Santiago y otros dos discípulos, habían intentado pescar durante la noche, pero no habían conseguido nada: fracaso total. Pero he aquí que Jesús los está observando desde la orilla. Y, como para gastarles una broma, les dice: “niños, ¿tienen pescado?” Ellos responden con un seco “no”. Jesús les dice, hablándoles fuerte: “echen la red a la derecha de la barca, y encontrarán”. La verdad es que podrían haber contestado con una negativa, o incluso mandando a paseo a aquel desconocido, pero, sorprendentemente, obedecen y tienen otra pesca milagrosa.

El apóstol amado, Juan Zebedeo, el que recostó su cabeza en el pecho de Cristo en la última cena, el único fiel al pie de la cruz con María, descubre al instante que es el mismo Jesús, el Señor. No quiero volver a leerles todo este hermoso pasaje, pero debemos constatar la delicadeza inmensa del Corazón de Cristo: les ha preparado un rico desayuno, caliente sobre unas brasas y les dice, como en la última cena, tomen y coman. ¡Cuánto daríamos por haber estado allí! ¿Verdad?

Después de comer, acontece ese diálogo intenso, de corazón a corazón, entre Simón Pedro y Jesús. Le pregunta tres veces si lo ama, si lo quiere; para reparar sus tres negaciones. Pero a la vez le encarga apacentar y pastorear sus ovejas. Precisamente el amor a Jesús es el fundamento de la misión de cuidar y guiar el rebaño de Cristo. Sólo desde la experiencia de ser amados por Cristo y de amarlo a él, es como se puede ser pastor.

Jesús no sólo pregunta a Pedro si lo ama, también nos lo pregunta a cada uno de nosotros, aunque no tengamos el encargo de ser pastores de su rebaño. El Señor no se conforma con que creamos en él y que cumplamos los mandamientos, sino que, de alguna manera, mendiga nuestro amor. Aunque hayamos negado a Jesús, aunque hayamos pecado mucho, él no lleva cuentas del mal, nos ofrece la conversión y una vida nueva junto a él. Nos dice, como a san Pedro: “Sígueme”.

Digámosle hoy y siempre: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”.

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