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Comentario del Evangelio del 2° Domingo de Adviento Mc 1,1-8

La jaculatoria principal del adviento es “ven, Señor Jesús; ven pronto, Señor, ven, Salvador”. Invocamos la venida del Señor, porque él vendrá a salvar a los pueblos y hará resonar la majestad de su voz con la alegría en nuestro corazón. Así reza la antífona de entrada de esta misa. Recordamos que durante el tiempo de adviento no rezamos los domingos el gloria para reservarnos para la alegría de la noche de Belén, en la que los ángeles lo cantaron por primera vez.

Desde el pasado domingo, nos hemos despertado y hemos salido animosos al encuentro de Jesucristo que viene. Hoy pedimos a nuestro Dios todopoderoso, rico en misericordia, que no permita que los afanes terrenales nos impidan recibir a Jesús. Que debemos aprender la sabiduría celestial para poder participar plenamente de la vida divina.

El profeta Isaías, de parte de Dios, nos dice: “consuelen, consuelen a mi pueblo, háblenle al corazón de Jerusalén, grítenle que se ha cumplido su condena y que está perdonada su culpa”. El bello texto de esta lectura levanta el ánimo y la esperanza del más decaído y triste. El Señor Dios llega con poder para revelar su gloria y alejar de nosotros el temor. La voz del Señor grita que debemos prepararle el camino en el desierto, es decir, en un ambiente de silencio y serenidad. Nuestra tarea es levantar los valles de nuestros desalientos y perezas, y abajar los montes y colinas de nuestras soberbias y violencias. Debemos enderezar nuestro corazón torcido e igualar lo escabroso de nuestras malas intenciones y deseos. Hemos de preparar, como dice la canción, el camino del Señor.

El Señor nos anuncia la paz, y su salvación está cerca de sus fieles, su gloria habitará en nuestra tierra con la llegada del mesías. Por esta razón rezamos en el salmo: “muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”. Él nos ofrece su misericordia y su salvación porque es fiel y justo: la justicia marcha ante él, la salvación sigue sus pasos. Esperamos el rocío y la lluvia de su gracia para que nuestra tierra pueda dar el fruto que él espera.

El apóstol San Pedro nos aclara la situación: los tiempos de Dios no son nuestros tiempos, al igual que sus planes no son nuestros planes. Para él, un día es como mil años, y mil años como un día. Así podemos entender la paciencia de Dios para con nosotros. Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. No quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan. Sin embargo, no sabemos el día ni la hora en que llegará el final. Los elementos serán destruidos y nacerán cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia. El apóstol saca la conclusión: mientras esperamos y apresuramos la venida del día de Dios nuestra vida ha de ser muy santa y piadosa. Procuremos, dice San Pedro, que Dios no se encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.

Durante el adviento, la liturgia de la Iglesia nos ofrece el apoyo principal de cuatro grandes amigos: el profeta Isaías, San Juan Bautista, el Arcángel San Gabriel y la santísima virgen María. Hoy entra en acción el segundo amigo, que aparece en el comienzo del Evangelio de San Marcos: Juan el Bautista. Él es el mensajero, delante del Señor, que nos grita: “en el desierto preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. El precursor nos predica un bautismo de conversión, para el perdón de nuestros pecados, y lo hace con fuerza, con ayuno y penitencia (se alimentaba de saltamontes y miel silvestre). Su testimonio y su predicación son sinceros: anuncia al que viene detrás de él y que puede más que él, afirma: “yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias”.

El próximo domingo tendremos la oportunidad de escuchar a San Juan Bautista de nuevo, dando testimonio de la verdad. Pero hoy debemos aprovechar su predicación para que nos sirva de preparación para recibir a Jesucristo. Nos recuerda que debemos convertirnos y confesar nuestros pecados para ser perdonados, insiste en que debemos preparar el camino del Señor, allanando los senderos, tal como nos ha dicho también el profeta Isaías.

El adviento, por tanto, es tiempo de purificar nuestros deseos y expectativas, para poner la esperanza sólo en Jesús. No hay otro Salvador fuera de Cristo. Por esta razón, si no nos experimentamos necesitados de salvación, no podemos vivir este tiempo litúrgico. Sólo el enfermo espera la venida del médico que puede curarlo, sólo el que se está ahogando grita socorro, sólo el que está ciego anhela volver a ver, sólo el paralítico quiere caminar, sólo el leproso quiere ser limpiado, sólo el sordo quiere oír, sólo el débil quiere fortaleza, sólo el oprimido desea libertad…

Por lo tanto, sólo puede vivir bien el adviento aquel que espera la salvación de Jesús. Por eso, lo hemos dicho ya, la vivencia de este tiempo de gracia se expresa en la invocación “ven, Señor Jesús, ven pronto, no tardes más”. Aprovechemos estos días para orar y examinar nuestras esperanzas y deseos: ¿Qué espero yo? ¿Cuál es mi mayor deseo? ¿En quién pongo mi confianza y esperanza?

“Ven, ven, Señor, no tardes; ven, ven, que te esperamos; ven, ven, Señor, no tardes, ven pronto, Señor”. El mundo y los hombres te necesitan, Señor. Nosotros te necesitamos, sólo en ti hemos puesto nuestra esperanza.

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