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Comentario del Evangelio de la Ascensión del Señor, Lucas 24,46-53

Muy queridos hijos:

Que la gracia y el consuelo de Jesucristo, que asciende a la derecha del Padre, estén con ustedes.

Día de gloria, día de triunfo y de victoria: nuestro buen Pastor resucitado sube a lo más alto del cielo, como primicia de las ovejas de su amado rebaño. Él es nuestra cabeza y nosotros, miembros de su Cuerpo, tenemos la esperanza cierta de acompañarlo en su misma gloria.

Hoy nuestro Padre celestial, Dios todopoderoso, llena nuestro corazón de gratitud y de alegría. El Espíritu Santo fortalece nuestra esperanza, nuestro deseo firme y confiado de llegar a gozar de la eterna bienaventuranza en el Cielo.

Misterio admirable, el que hoy celebramos unidos a toda la Iglesia, que peregrina todavía en este valle de lágrimas, donde nos sentimos extraños, porque en este mundo no tenemos patria definitiva, estamos de paso. Mirando a Jesús, que asciende a la derecha del Padre, no nos quedamos sólo agradecidos por lo que hizo mientras estuvo entre nosotros con su naturaleza humana, sino que sabemos que él se ha llevado a la humanidad en su persona divina, para que el hombre experimente la plenitud de la divinidad en el mismo seno de la santísima Trinidad.

El hombre, en Cristo, ha sido ensalzado por encima de la corte angélica: los ángeles se alegran, alaban y adoran a este hombre que es Dios. Es más, lo estaban esperando, aceptando en toda su verdad el plan misterioso de las personas divinas, que era que el Verbo, el Hijo del Padre, se hiciera hombre mortal para salvar a la humanidad pecadora. Sólo Lucifer y sus seguidores rechazaron adorar a un hombre, alguien de naturaleza inferior a ellos; no quisieron someter su belleza y su poder al hijo de una mujer mortal.

Hoy, los hombres amados por el Señor, experimentamos la paz y la alegría que llenan nuestros corazones. Por ello alabamos, bendecimos, adoramos, glorificamos, y damos gracias a nuestro Señor Dios, Rey celestial, Jesucristo, Hijo único del Padre. Lo contemplamos sentado a la derecha del Padre, lo felicitamos y le pedimos que tenga piedad de nosotros, porque sólo él es Santo, sólo él es el Señor, sólo él Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre. Amén.

También hoy recordamos al papa San Pablo VI, que estuvo al frente de la Iglesia en la dificilísima etapa posterior al concilio Vaticano II. Él estuvo al frente del pueblo de Dios con su ejemplo y su palabra. Acudimos a su intercesión para que proteja a los pastores de la Iglesia, con el rebaño que les ha sido confiado, para que nos guíen por las sendas de la salvación eterna.

La liturgia de esta gran solemnidad, por obra del Espíritu Santo, nos concede habitar espiritualmente en las moradas celestiales. ¡Es verdad! hoy asciende a la gloria nuestro redentor y nos lleva con él. Como repetimos en el salmo: “Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Aleluya”. La ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria, su entrada triunfal es también nuestro triunfo. Por ello exultamos santamente de gozo y nos alegramos con religiosa acción de gracias, gustando los divinos misterios de la Eucaristía.

El Señor se despide de nosotros ordenándonos que no nos alejemos de Jerusalén, que permanezcamos en oración en el cenáculo, es decir, en la Iglesia con su Madre santísima. Debemos aguardar que se cumpla la promesa del Padre: vamos a ser bautizados con Espíritu Santo el próximo domingo de Pentecostés. Vamos a ser revestidos de la fuerza que viene de lo alto. Vamos a recibir al Espíritu Santo, para ser testigos de Jesús hasta el confín de la tierra. Esta semana, más que nunca, debemos intensificar esta reunión con María en profunda oración y recogimiento, si queremos recibir la mayor efusión del Espíritu Santo y sus dones.

Como nos asegura la lectura de la carta a los Hebreos, Cristo entra en el Santuario del mismo Cielo para interceder por nosotros a la derecha del Padre, a quien le presenta sus llagas gloriosas de su pasión y muerte. Jesús ha destruido el pecado con el sacrificio de sí mismo, se ofreció una sola vez para siempre. Él vendrá, el volverá por segunda vez, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan. Volverá con todo su esplendor y gloria divina, como Juez universal.

Nosotros mantenemos firme la esperanza, porque estamos seguros de que Jesucristo es fiel a la promesa que nos hizo: “volveré a buscarlos, porque donde yo estoy quiero que estén ustedes”. Esta es la razón por la que nos acercamos a nuestro gran Sacerdote, con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia.

Jesucristo se va, pero también se queda con nosotros, también está con nosotros, cada día, hasta el final de los tiempos. No se ha ido para desentenderse de nuestra pobreza, sino que nos precede el primero como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino. Él quiere hacernos partícipes de su divinidad. En su despedida nos recuerda la urgente misión de ir a todos los pueblos, para predicar la buena noticia y hacer discípulos suyos, bautizando a todo el que crea.

Señor Jesús, nosotros nos postramos ante ti, porque te reconocemos como a nuestro Dios y Señor. Levanta tus manos y bendícenos mientras asciendes. Te rogamos que el afecto de nuestra piedad cristiana se dirija allí donde nuestra condición humana está contigo. Haz que vivamos con gran alegría, unidos a la Santísima Virgen en tu Iglesia, para que la fuerza que viene de lo alto, tu Santo Espíritu, nos haga testigos de que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, crucificado y resucitado de entre los muertos. Haz que proclamemos la conversión para el perdón de los pecados.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Aclamamos a Dios con gritos de júbilo, porque el Señor altísimo es el emperador de toda la tierra, es nuestro rey, es el rey del mundo. Jesucristo se sienta en su trono sagrado.

¡Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor!

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