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3 Minutos con Jesús en el evangelio de San Lucas 2,22-32

Evangelio de San Lucas 2,22-32
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones. Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor.

Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: «Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, / según lo que me habías prometido, / porque mis ojos han visto a tu Salvador, / al que has preparado para bien de todos los pueblos;/ luz que alumbra a las naciones/ y gloria de tu pueblo, Israel».

Meditación
El Evangelio viene a nuestro encuentro con una imagen muy bella, conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y de Ana, de quienes nos habla el Evangelio de la infancia de Jesús. Eran realmente ancianos, el “viejo” Simeón y la “profetisa” Ana. El Evangelio dice que esperaban la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía muchos años. Querían verlo precisamente ese día, recoger los signos, intuir el inicio. Quizá estaban también un poco resignados, ya, a morir antes: esa larga espera continuaba sin embargo ocupando su vida, no tenían compromisos más importantes que este. Esperar al Señor y rezar. Y así, cuando María y José llegaron al templo para cumplir la disposición de la Ley, Simeón y Ana se movieron impulsados,
animados por el Espíritu Santo. El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio por este Signo de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo.

Ha sido un poeta en ese momento. Y Ana se convierte en la primera predicadora de Jesús: “hablaba del niño a quienes esperaban la redención de Jerusalén”. No son las grandes predicaciones, no son las grandes obras de
apostolado ni los proyectos de gran envergadura los que suscitan la verdadera admiración de los hombres. El asombro viene cuando detrás de todo aquello está un hombre que vive de Dios, un hombre que aprendió a presentarse a Dios y a los demás. María Santísima es experta en llevar nuestras obras a buen puerto. Basta una decisión libre y un entusiasmo por lo que tenemos que hacer.

“Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has puesto ante la vista de todos los pueblos”

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