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Mensaje del Concilio Vaticano II a las mujeres

El pasado domingo celebrábamos el grandísimo regalo que Dios ha hecho a las mujeres: la maternidad. El mundo actual desprecia la labor de una madre porque lo considera como una carga, un sufrimiento que impide la felicidad de la mujer. Sin embargo, se trata de una de las dimensiones más hermosas de la mujer. No existe un amor más grande que el de la madre. Y para el hijo no existe una mujer más hermosa que su madre. Esa es la grandeza de una mujer: ser cooperadora con la obra de Dios en la creación de un nuevo ser.

La iglesia siempre ha reconocido la grandeza de la mujer, y siempre ha proclamado su igual dignidad para con los hombres. Pero entró el pecado al mundo y esta radical igualdad se vio amenazada. Tuvo que venir Cristo a redimir al mundo. Su redención alcanza también a esta desigualdad. ÉL reestableció la dignidad de la mujer, porque en Cristo, todos somos hijos de Dios, iguales en dignidad (Gal 3, 27-28).

Siguiendo la enseñanza de Cristo el Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, dio este importante mensaje a las mujeres:

[…] La Iglesia está orgullosa, ustedes lo saben, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre. […]

Ustedes, las mujeres, tienen siempre como misión la guarda del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Están presentes en el misterio de la vida que comienza. Consuelan en la partida de la muerte. Nuestra técnica corre el riesgo de convertirse en inhumana. Reconcilien a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velen, les suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detengan la mano del hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización humana.

Esposas, madres de familia, primeras educadoras del género humano en el secreto de los hogares, transmitan a sus hijos y a sus hijas las tradiciones de sus padres, al mismo tiempo que los preparen para el porvenir insondable. Acuérdense siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente.

Y ustedes también, mujeres solitarias, sepan que pueden cumplir toda su vocación de entrega. La sociedad les llama por todas partes. Y las mismas familias no pueden vivir sin la ayuda de aquellas que no tienen familia.

Ustedes, sobre todo, vírgenes consagradas, en un mundo donde el egoísmo y la búsqueda de placeres quisieran hacer la ley, sean guardianes de la pureza, del desinterés, de la piedad. Jesús, que dio al amor conyugal toda su plenitud, exaltó también el renunciamiento a ese amor humano cuando se hace por el Amor infinito y por el servicio a todos.

Mujeres que sufren, en fin, que se mantienen firmes bajo la cruz a imagen de María; ustedes, que tan a menudo, en el curso de la historia, han dado a los hombres la fuerza para luchar hasta el fin, para dar testimonio hasta el martirio, ayúdenlos una vez más a conservar la audacia de las grandes empresas, al mismo tiempo que la paciencia y el sentido de los comienzos humildes. Mujeres, ustedes, que saben hacer la verdad dulce, tierna, accesible, dedíquense a hacer penetrar el espíritu de este Concilio en las instituciones, las escuelas, los hogares, y en la vida de cada día.

Mujeres del universo todo, cristianas o no creyentes, a quienes les está confiada la vida en este momento tan grave de la historia, a ustedes toca salvar la paz del mundo.