Domingo V de Cuaresma, San Juan 12,20-33
En este IV Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
El evangelio de hoy comienza narrando el interés de unos griegos en ver a Jesús que acuden a Felipe. Este lo comenta a Andrés y ambos se dirigen a Jesús. La respuesta del Señor es un discurso que se inicia anunciando la llegada de Su Hora y lo que esto supondrá para toda la humanidad, pues termina sus palabras diciendo que cuando Él sea elevado sobre la tierra atraerá a todos hacia Sí.
“Estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús»”.
Es la petición que algunos griegos le hicieron un día a los Apóstoles. Querían saber quién era Jesús. No se trataba simplemente de acercarse para saber cómo se presentaba el hombre Jesús. Movidos por una gran curiosidad y con el presentimiento de encontrar la respuesta a sus preguntas fundamentales, querían saber quién era realmente y de dónde venía.
Imitemos a los griegos que se dirigieron a Felipe, movidos por el deseo de “ver a Jesús”. Que nuestra búsqueda esté estimulada sobre todo por la exigencia profunda de encontrar la respuesta a la pregunta sobre el sentido de nuestra vida. Busquemos también nosotros a Jesús, fijemos en él nuestros ojos, amémosle. Que brote de nuestro corazón una hermosa profesión de fe: “Jesús, tú eres el Hijo de Dios”. Si nos acercamos a Jesús con el corazón libre de prejuicios podemos llegar sin grandes dificultades a la fe, porque es el mismo Jesús quien en primer lugar nos ha visto y nos ha amado. Para ver a Jesús lo primero que hace falta es dejarse mirar por Él.
El deseo de ver a Dios está en el corazón de cada hombre y de cada mujer. Permitamos que Jesús nos mire a los ojos, para que crezca en nosotros el deseo de ver la Luz, de gustar el esplendor de la Verdad. Seamos o no conscientes, Dios nos ha creado porque nos ama y para que nosotros le amemos.
Sintiendo muy cercana su muerte, Jesús da a conocer su estado de ánimo ante los hechos que van a tener lugar en Jerusalén dentro de unos días. Cristo muestra la agitación de su alma y comenta sobre su muerte cada vez más próxima.
“Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre»”. La glorificación de Jesús empieza ya con la pasión.
“Les aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”.
Jesús, utilizando una vez más figuras del mundo agrícola habla sobre la necesidad de su muerte comparándola con la transformación que sufre el grano de trigo cuando cae en la profundidad de la tierra. Es necesario que el grano de trigo muera, se rompa, deje de ser grano de trigo para dar lugar a la planta cuyas espigas irán cargadas de muchos granos que son el fruto de la “muerte” de aquel grano de trigo que fue sembrado. Si este grano de trigo se hubiera resistido a pasar por este momento de muerte y oscuridad bajo la tierra nunca habría producido fruto. Si hubiera preferido, en una actitud más cómoda, quedar fuera de la tierra o ser alimento de los pájaros simplemente habría desaparecido.
“Pero si muere, da mucho fruto”.
El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto nosotros. Millones y millones de seres humanos han recibido y recibirán vida eterna por la entrega de Cristo en la cruz. El sufrimiento con amor y por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo.
“El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará”.
Para estar un día en la gloria con el Hijo resucitado, su servidor tiene que vivir también necesariamente asociado a Cristo en su pasión y cruz. Esto es iluminador para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le libra de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó del sufrimiento ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre. Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para resistir en la prueba; dándonos gracia para ser aquilatados y purificados a través del sufrimiento. Nos escucha haciéndonos, con el Hijo, grano de trigo que muere para dar fruto abundante.
“Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora”.
Aquí se aprecia la lucha interior de Jesús al enfrentarse a su muerte y cómo aceptando cumplir lo que el Padre le había confiado hasta las últimas consecuencias, supera el temor y cumple hasta el final el encargo del Padre. Su gesto es de una obediencia total. Desearía verse libre de esa hora dolorosa: «¿qué diré?: “Padre, líbrame de esa hora”»; pero su oración no es egoísta: sólo busca que el Padre sea glorificado. La respuesta del Padre, que ya ha actuado en los milagros de Jesús, indica que precisamente ahora, en la muerte y la resurrección, va a mostrar con más claridad “el esplendor del Hijo único”.
“Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”.
Jesús acepta voluntariamente su muerte redentora, pero la idea de sufrir lo turba instintivamente, como en Getsemaní. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación. Es un momento muy intenso en el que Jesús llega a proclamar la necesidad de su muerte en la cruz ya que de esta manera Él podrá atraer a todos hacia Sí. La Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano de Dios.
“Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera”.
Todos los cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella el príncipe de este mundo ha sido echado fuera y hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. La victoria sobre el “príncipe de este mundo” se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está “echado fuera”. Por la pasión Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva y nuestros pecados han sido perdonados; ha creado en nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Por la pasión de Cristo ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu Santo.
“Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”.
Con esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un maldito, es en realidad cuando Jesús está venciendo. En la cruz Jesús es Rey. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección. Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos. Los cristianos participamos en la función regia de Cristo. Para los cristianos, servir a Cristo es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren donde descubrimos la imagen de Nuestro Señor pobre y sufriente.
Cristo crucificado atrae irresistiblemente las miradas y los corazones. A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. La cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo. Por eso, Jesús no rehúye la cruz. La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra, porque el Hijo ha bajado del cielo y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión.
“Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.