Domingo III del Tiempo Ordinario, San Marcos 1,14-20
En este III Domingo del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
En estos pocos versículos del evangelio de este domingo se perfila, ante sus oyentes y seguidores, una primera imagen de la figura y la obra de Jesús. Cristo es la luz del mundo que quiere alumbrar a todos los hombres de la tierra pidiendo la colaboración de cada uno de nosotros, como la pidió a los primeros apóstoles y discípulos.
“Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios”.
Con estas palabras describe el evangelio el comienzo de la vida pública de Jesús con un breve relato sobre su primera actuación en Galilea. Jesús va a vivir en esa tierra de sombra para evangelizar a muchos que vivían en la oscuridad de los errores y las malas costumbres y esperaban la luz.
Jesús es nuestro maestro y redentor. Contemplamos al Señor avanzando por los caminos, de pueblo en pueblo recorriendo toda Galilea.Con estas palabras se resume la actividad de Jesús como anuncio del Evangelio: la llamada de Dios al hombre a la bienaventuranza, proclamación de la buena noticia de la salvación, mensaje salvador, noticia que transforma el mundo hacia el bien, mensaje proclamado con autoridad que no es sólo palabra, sino también acción, operación, fuerza eficaz que penetra el corazón humano salvándolo y transformándolo.
¿Tenemos nosotros ese celo misionero, esos deseos de que otros conozcan a Jesucristo?
“Decía: Se ha cumplido el plazo; está cerca el Reino de Dios”, porque el centro del anuncio es la proximidad del Reino de Dios, el Reino es Jesucristo en persona, en Él Dios mismo está presente en medio de los hombres. El Reino de Dios no es un reino como los de este mundo, está dentro del hombre que vive en estado de gracia.
Dice Orígenes: “Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora para que ese reino de fruto y llegue a su plenitud. Puesto que en las personas santas reina Dios, así, si queremos que Dios reine en nosotros, en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal. Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros”.
Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de Dios. La voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra “el germen y el comienzo de este Reino” (Concilio Vaticano II. L.G. 5)
¡Venga a nosotros tu Reino, Señor, sálvanos hoy también de las sombras de la muerte!
Con estas breves palabras: “Conviértanse y crean en el Evangelio”, Jesús resume el contenido esencial de su predicación. La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación. Movidos por la gracia, nos volvemos a Dios y nos apartamos del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior. Por la conversión entramos en el Reino de los cielos: dejando los malos hábitos, rectificando torcidas intenciones, concibiendo deseos de vivir bien y arrepintiéndonos de haber obrado mal.
Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino. En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia “y que siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (Concilio Vaticano II. LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del corazón contrito y humillado, atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.
Por el sacramento de la Reconciliación, llamado sacramento de conversión, se realiza sacramentalmente en nosotros la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que nos alejamos por el pecado.
Nosotros también estamos llamados a ser colaboradores del Señor en la obra de la evangelización. Llenos del amor de Dios tendremos fuerza para evangelizar en las múltiples formas que nos exijan las necesidades de los demás y las condiciones diversas de los ambientes en que nos encontremos.
Después viene la elección de los primeros apóstoles con la que el Señor anuncia y pone en marcha la renovación del pueblo de las doce tribus. “Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando las redes en el mar… Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca reparando las redes”. Las dos parejas de hermanos ya conocían a Jesús en las riberas del Jordán, y le habían seguido desde entonces hasta ahora, pero no de una manera continua.
“Jesús los llamó: Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres”.
Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida; les reveló el misterio del Reino; les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús llama a sus primeros apóstoles para vincularlos a su persona, a la comunidad de vida con Él; los llama de entre los varones galileos, gente sencilla, acostumbrados a los duros trabajos del mar; funda su Reino sobre la insignificancia humana, para que aparezca más el poder de Dios, y los llama a un cambio de vida, a un nuevo modo de pensar, a un nuevo estilo de vivir. Les pide un cambio de corazón y señala una tarea para la que era necesario dejar todo lo anterior.
Simón, Andrés, Santiago y Juan se dedicaban a pescar peces para la muerte. Ahora, obedeciendo a Jesús, en el nombre de Jesús, desde la fe, la obediencia y la generosidad, pescarán hombres para la vida eterna. Ya está preparado el corazón de Pedro y los primeros discípulos para la vocación divina. El Señor cambia la vida y el destino de estos hombres.
“Inmediatamente dejaron las redes…, a su padre Zebedeo en la barca con los trabajadores y se fueron con él”.
Pedro y sus compañeros sintieron una atracción invencible hacia Jesús; dejaron todo, sus familias y sus casas, sus relaciones, sus trabajos y sus pueblos, y le siguieron sin saber a dónde les llevaría ese joven Maestro, que había cautivado sus almas sedientas de algo más. Ya sus vidas no serían como antes, ni ellos tampoco. Pedro cambió su barca por el timón de la Barca de la Iglesia, dejó el mar de Galilea para pescar hombres en las tierras de todo el mundo, abandonaba sus redes por otras más eficaces, las redes del Evangelio que tienen eficacia divina.
Los apóstoles lo dejaron todo para seguir a Jesús. Nadie puede ir rápidamente al cielo si está apegado a los bienes de la tierra.
¿Qué dejamos nosotros para seguir a Jesús?