Domingo I de Cuaresma, San Marcos 1,12-15
En este I Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.
“En aquel tiempo, el Espíritu llevó a Jesús al desierto”.
En el evangelio de este domingo contemplamos a Jesús, lleno del Espíritu y llevado por Él al desierto, para prepararse a su ministerio público.
El Espíritu no está simplemente sobre Jesús, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. El Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías. Por la fuerza del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. El Espíritu del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar el Evangelio.
Este mismo Espíritu del Señor está también sobre todos y cada uno de nosotros, Pueblo de Dios, constituido como pueblo consagrado a Él en el bautismo y enviado por Él al mundo para anunciar el Evangelio que nos salva. Todos los miembros del Pueblo de Dios somos marcados por el Espíritu y llamados a la santidad.
¡Cuántas cosas haríamos si nos dejásemos guiar por el Espíritu Santo!
El desierto es un lugar de gracia, de la presencia de Dios, lugar de transformación, de conversión; el desierto hace fuerte al hombre, lo hace sencillo, amable, bueno. El desierto es lugar de silencio y soledad, tan necesarios para la oración y el encuentro con Dios, para abrir los ojos y dejarse sorprender por Él. El desierto es también un lugar de purificación, de encuentro con uno mismo, de lucha contra las pasiones que quieren dominarnos; el silencio y la soledad del desierto nos fascinan y aterran, nos descubren nuestras infidelidades y flaquezas.
“Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás”.
Contemplamos a Cristo padeciendo la tentación. Combate terrible al que Jesús se somete a lo largo de su vida. El problema no está en sentir la tentación, sino en que sucumbamos ante ella, que caigamos en la tentación de hacer las cosas de manera muy distinta a como Dios las quiere. Satanás no propone a Cristo elegir entre el bien y el mal, sino entre el bien, tal y como lo quiere Dios, y el bien, tal y como lo preferimos nosotros. El plan de Dios Padre era que su Hijo nos salvara por la humildad, el sacrificio de la cruz y la resurrección. El diablo quiere apartar a Jesús de ese plan y le propone otro.
El diablo tienta a Jesús y también nos tienta a nosotros por sugestión, fascinación, engaño.
Jesús se somete a la tentación para darnos auxilio contra las tentaciones, para advertencia nuestra, para darnos ejemplo y enseñarnos a vencer en la tentación, para movernos a confianza en su misericordia que nunca nos abandona.
Jesús venció estas tentaciones porque prefiere hacer las cosas según el plan de Dios. Quiere cumplir siempre la voluntad del Padre.
¡Qué distintos son los caminos de Dios de nuestros caminos!
Satanás buscaba milagros. Y los encontró. Milagros tan importantes como preferir el servicio y el amor de Dios a la victoria fácil del poder. Milagros tan importantes como aceptar el camino, a veces oscuro y sangriento, de la humildad.
Cristo dijo SI a Dios. María dijo SI a Dios. Nosotros decimos SI a Dios cada vez que no nos dejamos arrastrar por las tentaciones. Cada vez que nos abrimos a Dios y nos dejamos guiar por Él. Cada vez que, arrepentidos, pedimos perdón por nuestros pecados.
“Vivía entre las fieras salvajes, y los ángeles le servían”.
Desde la Encarnación hasta la Ascensión, la vida de Jesucristo está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles.
También nuestra vida, desde su comienzo hasta la muerte está rodeada de la custodia de los ángeles y de su intercesión. San Basilio Magno dice: “Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida”. Desde esta tierra, los cristianos participamos, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.
De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles. En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo e invoca su asistencia y protección.
“Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios”. Con estas palabras describe el evangelio el comienzo de la vida pública de Jesús con un breve relato sobre su primera actuación en Galilea. Jesús va a vivir en esa tierra de sombra para evangelizar a muchos que vivían en la oscuridad de los errores y las malas costumbres y esperaban la luz.
Jesús es nuestro maestro y redentor. Contemplamos al Señor avanzando por los caminos, de pueblo en pueblo recorriendo toda Galilea.Con estas palabras se resume la actividad de Jesús como anuncio del Evangelio: la llamada de Dios al hombre a la bienaventuranza, proclamación de la buena noticia de la salvación, mensaje salvador, noticia que transforma el mundo hacia el bien, mensaje proclamado con autoridad que no es sólo palabra, sino también acción, operación, fuerza eficaz que penetra el corazón humano salvándolo y transformándolo.
¿Tenemos nosotros ese celo misionero, esos deseos de que otros conozcan a Jesucristo?
“Decía: Se ha cumplido el plazo; está cerca el Reino de Dios”, porque el centro del anuncio es la proximidad del Reino de Dios, el Reino es Jesucristo en persona, en Él Dios mismo está presente en medio de los hombres. El Reino de Dios no es un reino como los de este mundo, está dentro del hombre que vive en estado de gracia.
Dice Orígenes: “Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora para que ese reino de fruto y llegue a su plenitud. Puesto que en las personas santas reina Dios, así, si queremos que Dios reine en nosotros, en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal. Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros”.
Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de Dios. La voluntad del Padre es elevar a los hombres a la participación de la vida divina. Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra “el germen y el comienzo de este Reino” (Concilio Vaticano II. L.G. 5)
¡Venga a nosotros tu Reino, Señor, sálvanos hoy también de las sombras de la muerte!
Con estas breves palabras: “Conviértanse y crean en el Evangelio”, Jesús resume el contenido esencial de su predicación. La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación. Movidos por la gracia, nos volvemos a Dios y nos apartamos del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior. Por la conversión entramos en el Reino de los cielos: dejando los malos hábitos, rectificando torcidas intenciones, concibiendo deseos de vivir bien y arrepintiéndonos de haber obrado mal.
Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino. En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia “y que siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (Concilio Vaticano II. LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del corazón contrito y humillado, atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.
San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, “en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia”.
Por el sacramento de la Reconciliación, llamado sacramento de conversión, se realiza sacramentalmente en nosotros la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que nos alejamos por el pecado.
Nosotros también estamos llamados a ser colaboradores del Señor en la obra de la evangelización. Llenos del amor de Dios tendremos fuerza para evangelizar en las múltiples formas que nos exijan las necesidades de los demás y las condiciones diversas de los ambientes en que nos encontremos.