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Comentario del Evangelio del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Mc 14,12-16.22-26

¡Que la gracia, el amor y la paz de Jesucristo en la Eucaristía estén siempre con ustedes!

En esta gran solemnidad celebramos la fiesta quizás más católica de todas: el Santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, real y verdaderamente presente en la Eucaristía, en el pan y el vino consagrados dentro de la celebración litúrgica: con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Es el mismo Jesucristo que vive glorioso a la derecha del Padre, el que recibimos bajo la humilde y pobre apariencia de un poquito de pan sin levadura y un poquito de vino. ¡Milagro de amor infinito!

Esta elebración es como un eco de otras dos fiestas: el Jueves Santo y Jesucristo sumo y eterno sacerdote. Todo está bellamente ofrecido en la liturgia de la santa Iglesia. Sabemos que Jesús vive para siempre a la derecha del Padre como sumo y eterno Sacerdote, intercediendo por nosotros, presentándole al Padre nuestras vidas y nuestras necesidades e intenciones. Día y noche le presenta las llagas gloriosas de su cuerpo como signo y prueba de que dio su vida por cada uno de los hombres. Sabemos que lo que pedimos al Padre, por medio de Jesucristo, lo obtenemos con toda seguridad, tal como nos lo aseguró el mismo Señor: “lo que pidan al Padre en mi nombre, yo lo haré”.

Cada Eucaristía hace presente esta eterna intercesión de nuestro Salvador, a la vez que también hace presente el único sacrificio de Jesús en el calvario. También en cada Misa estamos en el cenáculo compartiendo con Jesús y los apóstoles la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. Podemos decir que cuando participamos en la eucaristía somos transportados a tres lugares, a tres misterios de Jesucristo: el cenáculo, el calvario y el Cielo. Esto es realmente maravilloso, hermanos, y debemos intentar contemplar siempre esta grandeza sublime.

Pero lo que hoy celebramos de manera específica y concreta es que Jesucristo, además de venir al altar en la consagración de la Misa, para que luego lo podamos comulgar, él sigue presente de manera permanente en las hostias consagradas que se reservan en el Sagrario. Este es el motivo por el que en todas las iglesias católicas el Sagrario ocupa un lugar preferente, hermoso y bello, dignamente iluminado, también con la señal de esa lámpara que arde permanentemente. Cuando entramos en una iglesia siempre buscamos el Sagrario para que, mirando fijamente hacia él, hagamos una profunda y bien hecha genuflexión, adorando al rey de Reyes, verdadero Dios y Señor nuestro.

Repito: lo que hoy celebramos es esencialmente católico, no sólo cristiano, porque sólo los cristianos católicos creemos firmemente en la presencia real y permanente de Jesucristo después de la celebración de la Santa Misa. Oremos para que muchas iglesias católicas puedan permanecer abiertas suficiente tiempo como para entrar y adorar a Jesús eucaristía. Así también podremos hacer comunión espiritual y actos de reparación por los que profanan o menosprecian este augusto Sacramento. Aprovechemos toda oportunidad para adorar el Señor en vivo y en directo. Es el mayor privilegio.

Estando delante de la Eucaristía, sea en el Sagrario o sea en la exposición con la Custodia, disfrutamos del encuentro más maravilloso con el mismo y único Dios en esta vida. Nada hay comparable al regalo de estar en la presencia real y sacramental del Señor, aunque en algunas ocasiones estemos un poco distraídos, dormidos o incluso aburridos. Desde la hostia consagrada Jesús irradia gracia y santidad, y penetra nuestro cuerpo y nuestra alma, para darnos alivio y consuelo, para purificarnos y fortalecernos. Es el momento más oportuno para desahogarnos con él y confiarle toda nuestra vida y a todas y cada una de las personas que llevamos en el corazón.

Éste es el sacramento admirable que nuestro Dios y salvador nos dejó como memorial de su pasión. Le pedimos nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención. Le pedimos también conceda a su Iglesia los dones de la paz y de la unidad, místicamente representados en los dones que ofrecemos: el pan y el vino. Con este Sacramento el Padre nos da el verdadero Pan del cielo que nos alimenta y santifica. Cuando comemos la carne y bebemos la sangre de Jesús, habitamos en él y él en nosotros. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica. Cada vez que recibimos el precioso cuerpo y sangre del Señor, él nos sacia de manera anticipada del gozo eterno de su divinidad.

En muchos lugares del mundo hoy sale a la calle Jesucristo en las mejores custodias de los templos católicos. El Señor realmente presente en la eucaristía transita por nuestras calles y plazas para bendecirnos y para irradiar su gracia y santidad, también para alejar las asechanzas de los demonios. Si podemos acudir a esta procesión, no dejemos de ponernos de rodillas, de postrarnos ante Dios, porque esa hostia blanca es Dios, y nosotros sólo adoramos a Dios. Que no nos dé vergüenza que nos vean de rodillas, humildes y reverentes delante de la Custodia que custodia y guarda al Amor de los amores.

Que esta misma fe ilumine y este mismo amor congregue a todos los católicos que habitamos un mismo mundo. Acerquémonos a la mesa de este sacramento admirable, para que, impregnados de la suavidad de su gracia, nos transformemos según el modelo celestial.

Alaba, alma mía, a tu Salvador; alaba a tu guía y pastor, con himnos y cánticos. Pregona su gloria cuanto puedas, porque él está sobre toda la alabanza, y jamás podrás alabarlo lo bastante. Sea, pues, sonora, sea alegre, sea pura la alabanza de nuestra alma.