
En el evangelio de este Domingo la tradición de la Iglesia ha visto un símbolo de la oración como combate de la fe. Jesús nos enseña el valor y la eficacia de la oración paciente y perseverante y la seguridad de que siempre somos atendidos por el Padre.
“En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola”.
El discípulo de Cristo es una persona orante. Orar siempre significa orar asiduamente. Orar sin desanimarse es orar sin cansarse, sin desilusionarse, sin descorazonarse, aunque Dios difiera darnos, o no nos conceda lo que le pedimos. La oración nos ayuda a mantener en nosotros la fe, la relación personal con el Señor, nos ayuda a salir de nosotros mismos, a confiar en Dios y a abandonarnos a Él. Este ardor incansable de la oración sólo puede venir del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante.
Comenta San Juan Crisóstomo: “Quien te creó y redimió es quien te enseña que debes orar. No quiere que ceses en tus plegarias: quiere que medites los beneficios mientras los pides; quiere que recibas, mientras ruegas, los beneficios que su benignidad quiere concederte. Oye de buen grado las exhortaciones del Señor: debes querer lo que Él manda; debieras no quererlo si lo prohibiera. Considera cuanta es tu dicha de poder hablar con tu Dios en la oración y pedirle lo que deseas; el cual, aunque no te responde con palabras, lo hace con sus beneficios. No te desprecia cuando pides, ni se molesta a no ser que no pidas”.
“Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres”.
El juez es un hombre sin principios ni conciencia, falla en el amor a Dios y a los demás.
“Había en la misma ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: Hazme justicia frente a mi enemigo”.
Mujer viuda, débil y sola. Con insistencia pedía justicia a quien tenía el deber de administrarla ante quienes la agravian.
“Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: ´Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, para que no venga continuamente a molestarme´”.
No le importaban al juez ni Dios, ni la mujer, ni la justicia. El mal juez se jacta de su bajo nivel moral. Es lo que hace el Señor con nosotros, no porque no quiera concedernos lo que pedimos, sino para que colmemos nosotros la medida de nuestra plegaria. Ésta, si es verdadera, nunca deja de ser eficaz. Con todo, el juez reconoce la tenacidad y la perseverancia de la viuda en su petición que le obligan a él a salir de su indiferencia, desprecio y pasividad.
“Y el Señor añadió: Fíjense en lo que dice el juez injusto; entonces Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”.
Si un juez injusto llega a doblegarse a los ruegos de una mujer, Dios que es Padre y ama a los hombres hará justicia a los que ama. Dios justo hará justicia a los justos que le imploran. Dios misericordioso se conmoverá ante las miserias de sus hijos. Si el juez concede la gracia pedida a la viuda, siendo que le molestaban sus continuas súplicas, Dios benignísimo, que nos manda que le pidamos, nos dará las gracias y dones que necesitamos.
“¿Los hará esperar?”
No permitirá el Padre que sean afligidos mucho tiempo. Porque todo en la vida es momentáneo, incluso las tribulaciones, comparándolas con la gloria de la eternidad para la que estamos creados.
“Yo les aseguro que les hará justicia sin tardar”, porque Dios quiere que perseveremos en la oración por el infinito bien que nos hace. Si Jesús nos pide esto es porque Él mismo oraba día y noche sin cesar.
No nos pide nada imposible. Dios no es como el mal juez, que no quiere hacer justicia y se demora en administrarla, el Señor atiende a los clamores de los que, en su pobreza, se dirigen a Él.
“Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esa fe sobre la tierra?”
Es una de las frases más dramáticas y desgarradoras que Cristo pronunció. Siempre nos puede acechar la tentación de abandonar la fe. Una oración repetida, constante, continua, obstinada es nuestra seguridad: Dios no puede abandonarnos, si nosotros no lo abandonamos a Él.