En este Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

El Evangelio de hoy realza la humildad, la modestia y la mansedumbre del Señor. Junto a esto Jesús ánade otra virtud: el desinterés cuando invitamos o damos algo a los demás. Ahora bien, Él es mucho más que eso, ya que esas virtudes las posee en esencia: Jesús es la humildad, la modestia y la mansedumbre.
“Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer”.
El Evangelio de hoy nos presenta a Nuestro Señor invitado a almorzar en casa de uno de los jefes de los fariseos. La invitación, honrosa en apariencia, había sido hecha con el objetivo de analizarlo más de cerca y así poder tenderle una trampa. “Ellos lo observaban atentamente” por si notaban en Él algo reprensible, en la palabra o en la conducta: le invitan para rendirle honor, y le espían como a un enemigo. La actitud de Jesús es muy distinta: acepta la invitación de sus adversarios habituales movido por el deseo de hacerles bien, porque ha venido a salvar a todos los hombres. Conocía los corazones de quienes le invitaban y ansiaba el momento de poder indicarles a esas almas enceguecidas por el orgullo el verdadero camino hacia el Reino de los Cielos. Como señala el P. Duquesne: “Jesús tuvo la tierna complacencia de acudir, con intención de aprovechar esa coyuntura para edificar, instruir, persuadir y, de ser posible, conquistar en la verdad a quienes serían sus comensales”.
“Notando que los invitados escogían los primeros puestos…”
Ningún escriba o fariseo quería los últimos puestos; al contrario, disputaban los lugares de honor con avidez y sin disimulo. El único criterio que les importaba era ser objeto de los elogios y de la consideración de los presentes. Tanto les ofuscaba el egoísmo, que no advirtieron la presencia en el salón del banquete de Alguien que, en cuanto hombre, era de estirpe real, descendiente de David; y en cuanto Dios, era el Creador del cielo y de la tierra, del alimento que iban a servir e incluso de los comensales mismos. Cristo, sin embargo, se sienta a la mesa con modestia, sin exigir en ningún momento una muestra del respeto debido a su Persona.
Quien sea verdaderamente humilde también será manso, tendrá espíritu flexible, estará dispuesto al servicio o a la obediencia hacia su hermano, se preocupará más de los demás que de sí mismo, aceptará con alegría cualquier humillación o maltrato, y cuando se percate de un defecto en la actitud del otro, rezará por este hermano e intentará no descubrir lo percibido. Así practicará una forma noble y elevada de caridad para con el prójimo.
“Les propuso esta parábola: Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal…”
Jesús prefiere hablar en abstracto, refiriéndose a una hipotética fiesta de una boda; de esta forma evita poner en un aprieto a los demás invitados. Así reprende delicadamente a los presentes. Según San Ambrosio, el Salvador los amonesta “con dulzura, para que la fuerza de la persuasión lograra suavizar la aspereza de la corrección y también con el fin de que la razón ayudase a la persuasión y la advertencia corrigiese el orgullo”.
En este banquete de bodas podemos ver también un signo del Reino de los Cielos. Allí los primeros puestos estarán reservados a los que aquí sirvieron, fueron pequeños, ocuparon los últimos puestos, fueron más humildes. Nadie puede reivindicar la entrada a las Bodas del Cordero como algo que le es debido, en virtud de sus méritos.
“…no sea que hayan invitado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que los invitó a ti y al otro y te dirá: Cédele a éste tu sitio. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto”. Para enfatizar los inconvenientes del orgullo, el Señor empieza mostrando a los fariseos que sus ansias por ocupar los primeros sitios eran muy contraproducentes, incluso bajo una mirada meramente natural. Si el invitado de la parábola hubiera elegido el último asiento habría sido honrado por el anfitrión; en cambio, la búsqueda imprudente de la vanagloria le acarreó una humillación pública.
“Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga quien te invitó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales”. Para Beda el Venerable detrás del envoltorio de la parábola se descubre una clara amonestación: “Todo aquel que invitado viniese a las bodas de Jesucristo y de la Iglesia, unido a los miembros de la Iglesia por la Fe, no se ensalce como si fuese superior a los demás, ni se gloríe por sus méritos; sino que cederá su lugar al que sea más digno, convidado después y que le aventaja en el fervor de los que siguen a Jesucristo y con modestia ocupará el último puesto conociendo que los demás son mejores que él en todo lo que se creía superior”.
“Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
El mejor ejemplo de eso estaba allí, frente a los fariseos, Cristo quien “se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 7-9). Sin embargo, los que disputaban los primeros lugares y buscaban tender trampas a Nuestro Señor, corrían el riesgo de ser humillados en esta misma vida, o peor aún, en la eternidad por el justo Juicio de Dios.
¡Señor, ayúdanos a combatir todas nuestras formas de orgullo! ¡Queremos conocer nuestras miserias para que no nos estimemos superiores a los demás ¡
Después de corregir el orgullo de los fariseos, Nuestro Señor se dirige al anfitrión a fin de darle un consejo: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado”. Jesús enseña al dueño de la casa a no proceder con los demás movido por cálculos pragmáticos e interesados. Porque cualquier acción que el hombre realice sólo para satisfacer su egoísmo es recompensada en este mundo cuando logra el aplauso o la aprobación de los demás y pierde todo mérito para la vida eterna. Por eso aconseja San Juan Crisóstomo: “No nos turbemos, por tanto, cuando no recibamos el pago de nuestros beneficios, sino cuando lo recibamos; porque si lo recibimos aquí, nada recibiremos allí; pero si los hombres no nos pagan, Dios nos lo pagará”.
Cuando el Señor incentiva a este jefe de los fariseos para convidar “a los pobres, lisiados, cojos y ciegos…; te pagarán cuando resuciten los justos”, le recrimina su egoísmo con toda suavidad y sienta el principio de que para recibir recompensa en el Reino de los Cielos es preciso ser generoso con el prójimo en esta tierra, sin esperar de él la restitución del beneficio otorgado. Practicar el bien pensando en la recompensa transforma las relaciones humanas en mero comercio. A esta ley de la «reciprocidad» comercial, Jesús le contrapone la de la «generosidad gratuita». En cambio, cuando hacemos el bien al otro sin esperar que nos lo pague, el propio Dios nos dará el premio. Y Él nunca se deja vencer en generosidad. Esta doctrina resulta dura para nosotros, hombres materialistas, orgullosos y oportunistas; pero tenemos a Jesús que, como ejemplo vivo, la pone en práctica hasta el último extremo, aceptando los sufrimientos de la Pasión y dejándose crucificar por nosotros y nuestra salvación.
¡Vaya dos lecciones, a cuál más «contra corriente»: ser humildes y dar gratuitamente, sin esperar recompensa! Hay que reconocer que es difícil asimilar esta bienaventuranza que nos dice hoy Jesús: “dichoso tú, porque no pueden pagarte”. Ya nos pagará Dios. Pero en nuestra vida, aunque nos cueste, debemos quedarnos muy satisfechos cuando a un favor nuestro nos responden: “¡que Dios te lo pague!”.
