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La libertad del hombre

En nuestros tiempos se ha hablado mucho de libertad. Se la define como hacer y decir lo que viene en gana, incluso hasta el punto de negar la verdad y tener el derecho a hacer el mal. En otras palabras, se la confunde con el libertinaje “libertad excesiva y abusiva en lo que se dice o hace”. Nuestra madre, la Iglesia, nos enseña la verdadera naturaleza de este grandísimo regalo que nos ha hecho nuestro Creador.

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza dándole, en virtud de su alma, un entendimiento para buscar y amar la verdad y una voluntad para dirigirse por sí mismo a su bien verdadero. El uso de estas dos facultades le permite ser libre: conoce y quiere libremente.

La libertad es el poder, radicado en el entendimiento y en la voluntad, para obrar o no obrar, para hacer esto o aquello, para ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. Este don de Dios es elemento que caracteriza los actos propiamente humanos. Alcanza su perfección cuando está ordenado a un bien y, mucho más todavía, si es al Sumo Bien que es Dios.

Hasta que no se encuentre definitivamente con su verdadero bien que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Pero la elección del mal es un abuso de la libertad, que conduce a la esclavitud del pecado. Por ello, al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se revela contra la libertad divina.

Ahora bien, si el hombre es libre para actuar, es también responsable de sus actos. Toda acción deliberada es imputable. La retribución será buena o mala según sea la obra. Sin embargo, la responsabilidad puede quedar disminuida e incluso suprimida a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos y otros factores psíquicos o sociales.

La libertad es uno de los más grandes dones que Dios ha dado al hombre. Con él, el hombre puede alcanzar la felicidad y acercarse a Dios. Pero el hombre pecó y, por ende, toda la creación perdió su armonía. También nuestra libertad quedó debilitada a causa del pecado original. El debilitamiento se agrava aún más por los pecados sucesivos. Ha sido Cristo quien nos ha rescatado de la perdición total. Por su cruz gloriosa, obtuvo la salvación para todos los hombres. Cristo nos ha rescatado y nos ha dado su gracia. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, la vivifica y acrecienta. Por ella, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra.

Por tanto, sin ser pelagianos, el buen ejercicio de la libertad nos hará merecedores del gran premio del cielo. Allí amaremos únicamente a Dios, porque Él llenará todo nuestro ser. Nuestra sed de conocer y amar será saciada por Él. En Él seremos completamente libres.