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Evangelio de hoy 11 mar. 2020 (San Mateo 20, 17-28.)

Cuando Jesús se dispuso a subir a Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo: “Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará”.
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo. “¿Qué quieres?”, le preguntó Jesús. Ella le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. “No saben lo que piden”, respondió Jesús. “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. “Podemos”, le respondieron. “Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre”. Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.

«Servir y agradar a Dios»

Es nuestro rol y obligación, en la medida de nuestras fuerzas, que sean ustedes el objeto de nuestra preocupación, de todo nuestro celo y cuidado. Debemos ejercer ese rol con la palabra y la acción, con nuestras advertencias, dándoles ánimo, reprendiendo o estimulándolos. De esta forma, podemos llevarlos al ritmo de la voluntad divina y orientarlos hacia el fin que nos es propuesto: agradar a Dios. El que es inmortal, derramó su sangre voluntariamente. El que ha creado la armada de los ángeles, fue atado por las manos de soldados. Quien debe juzgar vivos y muertos, fue arrastrado a un juicio. Quien es la Verdad fue expuesto a falsos testimonios, calumniado, golpeado, cubierto de escupidas, suspendido al leño de la cruz. El Señor de gloria sufrió todos los ultrajes y penas, sin tener necesidad de esas pruebas. ¿Cómo es posible que eso ocurriera, ya que como hombre no tenía pecado y, al contrario, nos arrancaba a la tiranía del pecado? Ese pecado por el que la muerte había entrado en el mundo y se había apoderado de nuestro primer padre con el engaño. No es sorprendente tener que soportar una de estas pruebas, ya que es nuestra condición. Debemos ser ultrajados y tentados, ser afligidos por la limitación de nuestros deseos. Según la definición de nuestros Padres, esto supone una efusión de sangre. Es lo que implica ser monje. Tenemos que conseguir el Reino de los cielos pasando nuestra vida en la imitación del Señor. Aplíquense con celo a sus tareas de servicio, con el pensamiento que no se convierten en esclavos de los hombres, sino en servidores de Dios.

FUENTE: evangeliodeldia.org