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Evangelio de hoy 10 feb. 2020 (San Marcos 5, 1-20.)

Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.

“Y cuantos le tocaron quedaron salvados”

La pequeñez humana fue asumida por la grandeza de Dios, nuestra debilidad por su fuerza, nuestra condición mortal por la inmortalidad. Para pagar la deuda de nuestra condición humana, la naturaleza inmutable de Dios se unió a nuestra naturaleza expuesta al sufrimiento. Así, para curarnos mejor, “el único mediador entre Dios y los hombres, es Jesús” (1Tim 2,5) debía, por una parte, poder morir, y por otra, ser inmortal.     

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo, por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales, fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. En un nuevo orden de cosas, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo (Flp. 2,7), el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte. La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre.   

FUENTE: evangeliodeldia.org