BlogComentario del Evangelio

Domingo IV de Cuaresma | Juan 9,1-41

En este Cuarto Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba, señalando que este tiempo es un tiempo de gracia y conversión.

“En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”.

Así comienza el relato de la curación milagrosa de un pobre muchacho ciego de nacimiento que está sentado mendigando en la calle. Todavía no sabe que Dios ha venido en su busca, que acude a su encuentro, y que quiere devolverle la vista.

Este ciego nos conmueve porque podemos reconocernos en él. Es la imagen del hombre creado para ver, para creer, pero que no ve, o no quiere ver. Dios le ha dado ojos para ver, luz para creer, pero sus ojos no funcionan. Aspiramos a creer, a ver a Dios, a ver a las criaturas con los ojos de Dios, a ver a los demás con la mirada de Dios, a vernos a nosotros mismos como Dios nos ve. El pecado ha causado la ceguera espiritual en el hombre. Si Dios no interviene, el hombre jamás podrá recuperar lo que ha perdido. Entonces interviene Jesús. Jesús, nuestro Salvador, pasa a nuestro lado. Es el enviado del Padre que se acerca a cada uno de nosotros heridos por el pecado desde nuestra concepción.

Cristo también quiere curar nuestra falta de fe. Basta que nos dejemos encontrar y tocar por El.
“Jesús… escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: Ve a lavarte a la piscina de Siloé. El fue, se lavó y volvió con vista. En su predicación, Jesús realiza sus curaciones por medio de signos materiales o gestos simbólicos. Así, ahora en los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.

La piscina de Siloé nos recuerda el agua de nuestro bautismo que nos ha abierto los ojos a la intervención de Dios en nuestra vida, lo que nos conduce a la fe confiada y sin reservas y a la adoración. Como el ciego de nacimiento nosotros llegamos a ser cristianos por medio y gracias a una iluminación espiritual como la que experimentó materialmente el ciego, y esta gracia la recibimos por medio del agua y del Espíritu Santo en el Bautismo.

“Quedaremos iluminados, queridos hermanos, si tenemos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la saliva de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego de nacimiento. También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos ilumine”.

Comenta San Agustín


“Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: ¿ Y cómo se te han abierto los ojos? El contestó: Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”. El ciego de nacimiento, una vez curado de su ceguera, debe luchar con todas sus fuerzas contra los que niegan lo que para él es una auténtica realidad. Así va avanzando hacia su segundo encuentro con el Señor. El ciego sabe que ha cambiado su situación por el poder de un hombre llamado Jesús. Ante esta declaración no hay nada que añadir. Es una constatación. Para los que tenemos experiencia de fe, es una evidencia. Los creyentes sabemos lo que vivimos. No podemos probarlo ni demostrarlo, pero sabemos lo que vivimos. Esto es lo que separa al creyente del no creyente: la vivencia de la fe.

“Y volvieron a preguntarle al ciego: ¿ Y tú, qué dices del que te ha abierto los ojos? El contestó: Que es un profeta”. El muchacho curado participa de la esperanza mesiánica de la época de Jesús. También él esperaba un profeta excepcional en el que se cumplirían todas las profecías anteriores. Jesús es un profeta, pero mucho más, Él mismo es la Palabra de Dios encarnada y viva. El ciego sanado cree que Jesús es solo un profeta.

“Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del hombre? El contestó: ¿ Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Lo estás viendo; el que te está hablando, ése es. El dijo: Creo, Señor”. La identidad de Cristo se le va desvelando poco a poco al joven, para él Cristo empieza por ser “un hombre que se llama Jesús”, para pasar a ser “un profeta”, hasta llegar a la plena manifestación en las palabras de Cristo: “Lo estás viendo”, y, finalmente “el Señor”.

El ciego ya tiene ojos para creer en Jesús y cree en Jesús como Dios. Su fe se apoya en las palabras de Jesús. La fe es creer bajo palabra, no es visión. El ciego cree que Jesús es el Hijo del hombre, el Mesías, el Salvador, Dios con nosotros, a favor nuestro.

“Y se postró ante él”. Al final de esta aventura maravillosa y misteriosa surge la adoración. El encuentro con el Señor conduce a este hombre, que cree, a la adoración. A esto estamos llamados, hasta la adoración hemos de elevarnos y elevar la humanidad. En la adoración nosotros y Dios nos encontramos. En la adoración crecemos ante Dios. Nunca somos tan grandes como cuando nos postramos ante Dios. En la adoración nos sabemos hechos para Dios y queremos que Dios no deje nunca de ser Dios. La adoración, fuente de vida y verdadera bienaventuranza, es un acto de amor divino que realiza al hombre en su humanidad. Nunca es más humano el hombre que cuando adora a Dios.

El ciego de nacimiento nos lleva hasta la oración. Es verdad que podemos adorar a Dios siempre y en todo lugar. Sin embargo, la oración es el tiempo designado especialmente para adorar a Dios.

Dios viene en ayuda de nuestra debilidad, viene al que le reza como el ciego. Entabla con nosotros una relación de intimidad. Esta unión se vive en la fe, más allá de cualquier sentimiento.

Jesús escandalizó a los fariseos porque decía: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se queden ciegos”, para provocar en los hombres un discernimiento y una elección, una decisión a favor o en contra. Esta es la clave de porqué el ciego llega a la luz mientras que los fariseos se vuelven ciegos. “Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: ¿También nosotros estamos ciegos?” Jesús fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal, los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos. “Jesús les contestó: Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado; pero, como dicen que ven el pecado de ustedes permanece”.

¡Dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios!