BlogComentario del Evangelio

Domingo de la Resurrección del Señor | Juan 20,1-9

En este Domingo de la Resurrección del Señor, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

La salvación aceptada por la fe es una de las causas más profundas de la alegría humana. La Pascua inaugura un tiempo de gozo. Jesucristo ha resucitado como primicia de la vida que nos espera.

“El primer día de la semana, Maria Magdalena fue al sepulcro muy temprano”.

María Magdalena es una de las mujeres discípulas de Jesús, ha seguido a Jesús, le ama; está ahora en un estado de desolación, ha perdido la fe en Cristo vivo, para ella Jesús es un cadáver que hay que dejar bien embalsamado para protegerlo de la agresividad del paso del tiempo y de la descomposición. Magdalena actúa sin pensar, llevada por un amor puro, audaz y apasionado al Señor, «vio la piedra quitada del sepulcro” e interpreta que han profanado el cuerpo muerto del Señor y “echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús»; y ésta es la noticia que lleva a los Apóstoles, que no es la verdad. Ella va a los Apóstoles en busca de luz, consejo, orientación.

En nuestras dudas, sobre todo en lo que se refiere a las cosas de Dios y de la fe, acudamos con confianza a los legítimos pastores de Cristo, verdaderos guías y custodios autorizados de la Revelación.

San Pedro Julián Eymard decía:

“Nuestro Señor quiere suscitar en nosotros un amor apasionado por Él. Toda virtud o pensamiento que no se vuelva finalmente una pasión, jamás producirá algo grande. Entreguen sus vidas, consagren sus pensamientos y trabajos al Señor. Sin eso nada alcanzarán, serán apenas un empleado que trabaja por un sueldo, ¡pero jamás un héroe!”


“Salieron Pedro y el otro discípulo y fueron rápidamente al sepulcro”. Pedro y Juan resolvieron ponerse en movimiento para certificar lo que oyeron. Pedro es el más afligido de los Apóstoles por su triple negación con perjurio cuando estaba junto a Jesús la noche del prendimiento. Se siente responsable de los dolores del Maestro, se siente culpable, y desea ardientemente encontrarse con el Señor para pedirle perdón, pero él tampoco está firme en la fe en la Resurrección. Los dos Apóstoles “corrían juntos”, llevados por la curiosidad y por miedo a los judíos, ya que su situación era muy insegura, pues no sabían los planes que tenían sobre los seguidores del nazareno. “El otro discípulo corría más que Pedro”; porque era más joven y ágil, “se adelantó y llegó primero al sepulcro”; Juan, simboliza a la iglesia contemplativa, carismática, representa la fuerza de la caridad, corre impulsado por el amor fiel y perseverante a Cristo. Pedro, simboliza a la iglesia jerárquica, representa la autoridad y la fuerza del gobierno, su corazón sangra todavía por el dolor de las negaciones, corre movido por el perdón que puede alcanzar del Señor, impulsado por un amor penitente y reparador. Juan “asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entro” por respeto a Pedro, el pastor de la Iglesia.

En los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentran los Apóstoles de Cristo es el sepulcro vacío que es para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección.

“Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían envuelto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte”. Todo ello indicaba el hecho de la Resurrección: si el cuerpo de Jesús hubiese sido robado, quien lo hubiera hecho no se habría entretenido en desnudar el cadáver y doblar cuidadosamente las vendas y el sudario, teniendo en cuenta que estaban pegadas a la carne por los ungüentos con que habían embalsamado el cuerpo. Las señales que ve Pedro no son de robo, no hay ninguna violencia en la disposición de las vendas y el sudario; para uno que tuviera fe en la Resurrección al ver esto diría que Cristo ha resucitado. Pedro todavía no cree, duda de la Resurrección del Señor, por no haber penetrado en el sentido de las antiguas profecías y en los anuncios de Jesús sobre este acontecimiento.

Entremos también nosotros, íntimamente unidos a Pedro, cabeza visible de la iglesia y pastor supremo del rebaño de Jesús, en el sepulcro del Señor, es decir, en los secretos de los misterios de nuestra fe y de nuestra vida sobrenatural, sólo así no equivocaremos el camino, ni seremos excluidos del reino de Jesucristo.

“Entonces entró también el otro discípulo; vio y creyó”. Juan constata en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrena como había sido el caso de Lázaro y de otros que resucitaron a esta vida. Juan cree en la Resurrección del Señor, por la fe y por el amor que Cristo le tiene, es el discípulo amado, y por el amor que él tiene a Cristo. Es el gran teólogo que ha bebido en el pecho de Cristo y en sus íntimas y profundas conversaciones las insondables riquezas de su Corazón. Es un alma contemplativa, y por su docilidad y unión con Cristo puede recibir mavor entendimiento en las cosas de Dios e inclinarse más fácilmente hacia el sentido de la fe. Esta será siempre una gloria para el Apóstol: haber sido el primero en comprender y creer en la Resurrección de Cristo. El amor le dio ojos para ver las pobres señales y creer.

No podemos entender a Jesús o ayudar a otros a que lo conozcan y comprendan, si no amamos al Señor con todo el corazón, con toda el alma, sobre todas las cosas. Recordemos que no basta el esfuerzo personal para creer; la fe es un don de Dios, que sólo se comunica a los dóciles de pensamiento y sencillos de corazón.

“Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos”. La fe en la Resurrección está vinculada a entender la Escritura. Cierto que Jesús había anunciado su Resurrección repetidas veces, hasta el punto de que sus mismos enemigos así lo entendían. La Sagrada Escritura es como una carta amorosa de Dios dirigida todos los hombres de todas las épocas y culturas. Pero nadie debe interpretarla por sí solo. Todos necesitamos ser conducidos por la Iglesia, que es el intérprete auténtico y autorizado de las divinas Escrituras; para esa misión, que le ha confiado el mismo Cristo, tiene la luz y la asistencia del Espíritu Santo.