En este V Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

“Jesús se retiró al monte de los Olivos”; lo hacía con frecuencia, se iba a un lugar apartado, en la soledad y en el silencio, con preferencia durante la noche, para orar. En su oración nos lleva a cada uno, ya que también asume nuestra humanidad, y nos ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación, están recogidas en la oración de Jesús. Él comparte en su oración humana todo lo que vivimos nosotros, sus hermanos; comparte nuestras debilidades para librarnos de ellas, comparte nuestras alegrías para alegrarse con ellas y nuestras penas para llevarlas en su corazón, se solidariza con nosotros en nuestros sufrimientos e ilusiones, y los presenta al Padre. Para eso le ha enviado el Padre.
El Hijo de Dios ora conforme a su corazón de hombre. Pero su oración brota de una fuente secreta y escondida: de su unión plena con el Padre. Toda la oración de Jesús está en la adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre. Jesús ora ante los momentos decisivos de su vida y su misión. La oración de Jesús ante lo que el Padre le pide es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
Contemplando a nuestro Maestro en oración, nosotros, discípulos de Cristo, deseamos orar, aprendemos a orar del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, nosotros, hijos de Dios, aprendemos a orar al Padre con las mismas actitudes interiores del Corazón de Cristo.
Después, “al amanecer se presentó de nuevo en el templo y los escribas y fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio”, sin respeto a Jesús ni a sus oyentes, la mujer se encuentra humillada hasta el extremo ante la mirada de todos. “Maestro”, le dicenlos escribas y fariseos, fingiendo ser sus discípulos y ocultando sus malas intenciones, “esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio”. Los acusadores recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación. “Tú, ¿qué dices? Le preguntan esto para comprometerlo y poder acusarlo”. La hipocresía y la envidia van a tentar a la misericordia, quieren contraponer la justica a la misericordia. Pensaban: si Jesús absuelve a la mujer, contra lo que manda la Ley, ya tenemos motivo para acusarlo y condenarlo; si la condena, se pondría en contra del poder romano, el único que tenía la potestad de aplicar la pena de muerte. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada e “inclinándose, escribía con el dedo en el suelo”. Esta es la actitud de Jesús ante el pecado de esta mujer y ante nuestros pecados. El Señor no la juzga, se compadece de ella, mira su corazón. ¡Cuántas veces hemos experimentado personalmente la excesiva misericordia de nuestro Dios, sobre todo en el sacramento del perdón!
La mujer está aterrada en medio de todos. Y “como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Jesús, que conoce lo profundo de los corazones, logrará con esta hábil respuesta tres fines: ponerse del lado de la Ley, con lo que no podrán acusarle; perdonar a la mujer, que es lo que quiere su Corazón misericordioso, y confundir la maldad y la hipocresía de los escribas y fariseos.El Señor les remite a su propia conciencia, les invita a mirar en su interior, a caer en la cuenta de sus propias tendencias, de sus propias debilidades y pecados. ¡Cómo nos puede ayudar a ser humildes, a confiar hasta la audacia, como decía Santa Teresa del Niño Jesús, en la misericordia del Señor y a ser más indulgentes con los demás, la propia conciencia de nuestros pecados. ¡“Tengo siempre presente mi pecado”! (Salmo 50).
“Ellos, al oírlo, se fueron retirando uno a uno, empezando por los más viejos”.
No tenían la conciencia tranquila ni limpia y lo que buscaban era tender una trampa a Jesús. Todos se fueron. Su propio pecado les condena y lo ponen de manifiesto con su huída.
“Jesús le preguntó: ¿Ninguno te ha condenado?”.
La mirada serena de Cristo se dirige a la mujer, ahora que están solos. Están frente a frente la miseria humana y la misericordia divina. Las palabras de Jesús están llenas de ternura, de delicadeza y de indulgencia, sus palabras manifiestan el perdón y la compasión infinita de Dios:
“Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.
Es un breve diálogo entre Jesús y la mujer, lleno de una exquisita belleza. Jesús absuelve a la mujer, porque es misericordioso y se pone al lado del pecador, y condena el pecado, porque quiere defender la Ley ante la maldad del pecado. Así aparece el Señor dulce por su clemencia y firme en defensa de la verdad, manifiesta la caridad del Buen Pastor en la verdad. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo. Nadie la había tratado con tanta delicadeza y respeto, aun en su pecado. En el alma de esta mujer se ha realizado un profundo cambio, es la gracia de la conversión, provocada por el amor misericordioso del Señor.
Jesucristo es totalmente puro e inocente, el solo santo y bueno de verdad, sin pecado, pero Él ha tomado sobre sí el pecado del mundo y ha pagado por él, en nuestro lugar. Nos ha comprado para Dios con su preciosa sangre. “Tampoco yo te condeno”, porque he pagado tu adulterio con mi sangre, le dice Jesús a la mujer. Que veamos la tremenda malicia del pecado, lo que provoca en el Corazón de Dios, herido por nuestros pecados, en nuestros pobres corazones humanos, en el corazón de los hermanos, heridos por nuestras maldades. Así nos trata el Señor a nosotros, pecadores. Así nos acoge.
¿Nos dejaremos amar por el Señor, aun en nuestro pecado, para que lleguemos a ser lo que Él quiere que seamos?