Comentario del Evangelio

Comentario del IV Domingo de Cuaresma | Lucas 15,1-3.11-32

En este IV Domingo de Cuaresma, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido como la parábola del “hijo pródigo”. Este pasaje de san Lucas constituye una cumbre de la espiritualidad de todos los tiempos.

En torno a Jesús aparecen los publicanos y pecadores por un lado, y los fariseos y letrados por otro. Jesús invita a los pecadores a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos. Jesús escandalizó a los fariseos sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores, los admitía al banquete mesiánico, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios.

Es una escena complicada, que Jesús resolverá con una parábola impresionante.

“Jesús les dijo entonces esta parábola: Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de herencia que me corresponde’. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Entonces partió y volvió a la casa de su padre”.

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en esta parábola, cuyo centro es «el padre misericordioso»: la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión.

Sorprende la actitud del padre en el encuentro con su hijo, descrita con intensidad en los verbos que desarman los discursos de su hijo, indicando la tensión del corazón entrañable de ese padre: la acogida generosa del padre; la alegría del padre.

Cuando el hijo menor se encuentra entre los brazos del padre ahí es que comienza a conocer de verdad a su padre. Al sentir de cerca el latido del corazón del padre el joven comienza a amar y a sintonizar con su padre.

Esta revelación de Dios Padre lleno de misericordia no deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos siempre nuevos significados. Sobre todo, este texto evangélico tiene el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, más aún, su corazón.

De la casa del Padre el pecado nos ha desterrado y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver. Nosotros, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Pero también tenemos la oportunidad de volvemos a Él, como el hijo pródigo y reconocernos pecadores ante Él.

“Pero el padre dijo a sus servidores: ‘Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.  Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado’. Y comenzó la fiesta”.

El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

Después de que Jesús nos hablara del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora a Dios le conocemos: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Dios no desfallece en su fidelidad y, aunque nos alejemos y perdamos, nos sigue con su amor, perdonando nuestros errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia sí.

“El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.  Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. Él le respondió: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo’. El se enojó y no quiso entrar”.

El hijo mayor se queda en casa, pero él también tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando regresa el hermano, el mayor no se muestra contento como el Padre, es más, se enfada y no quiere volver a casa.

“Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: ‘Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”.

Teniéndolo todo, se quejaba de la falta de un cabrito. Quien vive calculando, no puede entender, ni siquiera puede ver, lo que se le ofrece gratuitamente, en una cantidad y calidad infinitamente mayor de lo que su actitud tacaña puede esperar.

Triste es la actitud del hijo mayor, cumplidor, sin escándalos, pero resentido y vacío. Si no pecó como su hermano, no fue por amor al padre, sino por amor a sí mismo. Cuando la fidelidad no produce felicidad, no se es fiel por amor sino por interés o por miedo. Él se había quedado con su padre, pero sin ser hijo, poniendo precio a su gesto. Pudo tener más de lo que exigía su mezquina fidelidad, pero sus ojos torpes y su corazón duro, fueron incapaces de ver y de gozar lo que le decía el padre: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.  Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado’”.

Los dos hijos representan los dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, más grande que nuestra miseria y que nuestra justicia, entramos finalmente en una relación verdaderamente filial y libre con Dios.

La trama de esta parábola es la trama de nuestra posibilidad de ser perdona­dos. Dios con esta parábola ha ido a donde nunca antes se había atrevido, acompañándonos con esta palabra más allá de cuanto nos acompaña con otras palabras también suyas.

Al sacramento de la Penitencia se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que nos alejamos por el pecado. Es el abrazo de este Padre que viéndonos en todas nuestras lejanías se nos acerca, nos abraza, nos besa y nos invita a la fiesta de su perdón con misericordia entrañable. El sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios.

Meditemos en esta palabra. Identifiquémonos con los dos hijos, y sobre todo contemplemos el corazón del Padre. Echémonos en sus brazos y dejémonos regenerar por su amor misericordioso.