Comentario del Evangelio VIII Domingo de Tiempo Ordinario, Lucas 6,39-45
Que la gracia, la misericordia y la paz de Dios nuestro Padre y de Jesucristo, el Señor, estén siempre con todos ustedes.
Con este VIII domingo concluimos el periodo de tiempo ordinario antes de la santa Cuaresma, que comenzaremos, Dios mediante, el próximo miércoles 2 de marzo.
Nosotros confiamos siempre en el Señor porque nos ama; él es nuestro apoyo y fortaleza. Vivimos confiados en su divina Providencia, que nunca se equivoca. Pero no nos conformamos solamente con confiar, sino que vivimos atentos cada día a su Palabra, que ilumina nuestros pasos y nos indica el camino verdadero. Por ello le damos gracias y proclamamos, por la mañana su misericordia, y de noche su fidelidad.
Cuando el Señor nos habla, estamos convencidos de que su Palabra es revelación de su persona, de su voluntad, de su amor infinito y de sus designios. Sin embargo, cuando nosotros hablamos, no siempre lo hacemos bien. De esto trata la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico. Nos dice que cuando una persona habla, se descubren sus defectos. En su conversación es probada una persona. La palabra revela el corazón de una persona. El texto sagrado nos advierte de que antes de elogiar a alguien, primero debemos oírlo hablar, porque en el hablar es donde se prueba una persona.
Estos mensajes de la primera lectura nos anuncian lo que dice Jesús al final del Evangelio de hoy: “de lo que rebosa el corazón, habla la boca”. Así es, hermanos, hablamos de lo que hay en nuestra cabeza y en nuestro corazón, y la verdad es que muchas veces estamos vacíos o tenemos lleno el corazón de mucha vanidad y superficialidad, que manifiesta nuestra inmadurez y mundanidad. Nos ocurre con frecuencia que no sabemos hablar más que de chismes y tonterías; otras veces permanecemos callados porque no tenemos nada en nuestro corazón.
Pero los que somos discípulos de Jesús y cada día leemos y meditamos su Palabra, esta palabra ilumina y renueva nuestro corazón, para hacernos capaces de conversar y de tener criterios verdaderos. Así dice la antífona de este último aleluya, hasta que llegue la Pascua: “ustedes brillan como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida”.
Nosotros, queridos hermanos, somos discípulos de nuestro maestro Jesús, y de él aprendemos cada día cómo vivir en la verdad. En el Evangelio de hoy el Señor nos advierte del peligro de ser hipócritas, es decir, falsos y desubicados, cuando pretendemos guiar o corregir a los demás, mientras nosotros llevamos una vida que no se corresponde, ni somos buen ejemplo. Dice Jesús que antes de pretender sacar la mota o la paja del ojo del hermano, primero debemos sacar la viga que llevamos en el nuestro. Es una frase muy conocida y a la que hacemos referencia con bastante frecuencia.
Esto nos pasa porque no vivimos en la presencia del Señor y a la luz de su Palabra. Porque no dedicamos tiempo suficiente cada día para orar en silencio delante de Jesús. El que vive en la presencia del Señor, el Espíritu Santo lo ilumina para ver, en primer lugar, sus propios pecados. Y desde esta experiencia vive humilde y considera superiores y mejores a los demás; no comenta sus defectos, no los juzga, y menos aún los condena. “No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán condenados. La medida que usen, se usará con ustedes”.
Jesucristo sabe lo que hay en nuestro corazón y, a pesar de que “no es oro todo lo que reluce”, como dice el refrán, nos ama con inmenso cariño y nos ofrece constantemente la conversión. Nuestra actitud debe ser la de dejarnos corregir y transformar por la acción de su Santo Espíritu. Él quiere que seamos árboles buenos para dar frutos buenos. Quiere que demos fruto abundante, fruto duradero. Pero, para ello, debemos vivir unidos a él, como el sarmiento a la vid, porque sin él, no podemos hacer nada.
No temamos ni tengamos miedo de abrir nuestro corazón a Jesús. No tengamos vergüenza de confesarle la suciedad, el vacío y el aburrimiento que descubrimos a la luz de su Palabra. Él conoce lo que hay en nuestro interior, y está deseando purificarnos y liberarnos. El Señor quiere sacar la maldad que atesora nuestro corazón y darnos la bondad, la mansedumbre y la humildad del suyo.
No nos cansemos, hermanos, de orar los unos por los otros, reconociendo primero nuestros pecados, tal como hacemos en la oración del “yo confieso”, al inicio de la Santa Misa. Todos decimos “yo confieso que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. No acusamos a nadie de nuestros pecados. Y después pedimos la ayuda de la Virgen, los ángeles y los santos, pero también de los hermanos que están ahí con nosotros, a los que les rogamos que intercedan por nosotros. Es muy hermosa esta oración.
Supliquemos al Señor que nos haga hombres buenos, capaces de atesorar el bien en nuestro corazón. Así podremos, no solamente hablar cosas buenas y provechosas, sino también hacer buenas obras, para que los demás den gloria a Dios por nosotros; y se animen incluso a imitarnos. En realidad, deberíamos ser espejos de Cristo, en los que los demás puedan ver y mirar cómo vive un verdadero cristiano. Como dice la frase del aleluya: brillemos como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida. ¡Qué hermoso ideal!
Sigamos el consejo que nos da San Pablo: “entréguense siempre, sin reservas, a la obra del Señor, convencidos de que su esfuerzo en el Señor no será vano”. Vale la pena gastar la vida por Cristo y el Evangelio. Demos gracias a Dios Padre que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Y en estos tiempos recios que nos toca vivir, pidamos al Padre que el mundo progrese según su designio de paz para nosotros, y que la Iglesia se alegre en su confiada entrega. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
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