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Comentario del Evangelio VII Domingo de Tiempo Ordinario, Lucas 6,27-38

Que la gracia y el amor de Jesucristo resucitado estén siempre con ustedes.

Nos confiamos a la misericordia del Señor, porque nuestras almas gozan con su salvación, y cantamos a nuestro Dios por el bien que nos ha hecho, por la victoria de Jesucristo que celebramos cada domingo.

Quizá el mensaje principal de este día sea la frase que repetimos en el salmo: “el Señor es compasivo y misericordioso”. Así es, hermanos. Lo que hoy nos propone Jesús en el Evangelio es tener en nuestros corazones los sentimientos y actitudes de su Sagrado Corazón. El corazón de Cristo es manso, humilde, compasivo y misericordioso; es lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas; siente la mayor ternura por nosotros; nos colma de gracia y de ternura. No nos cansemos de rezar la jaculatoria “Jesús, tú que eres manso y humilde de corazón, haz mi corazón como el tuyo”.

Después de haber escuchado el pasado domingo las bienaventuranzas y malaventuranzas según San Lucas, hoy el Señor continúa su enseñanza mandándonos vivir de una manera que choca profundamente con el mundo y con nuestra naturaleza humana: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, etc., etc.”

Lo repito muchas veces: debemos leer y volver a leer con el mayor detenimiento e interés la Palabra viva del Señor. Lo que él nos propone, no es un ideal irrealizable, porque siempre nos ofrece su gracia y el poder del Espíritu Santo, para poder practicarlo en nuestra vida. Por ello, siempre hemos de pedir y esperar su fuerza divina para vivir todo lo que nos dice.

Nos manda que tratemos a los demás como queremos que ellos nos traten, pero va mucho más allá: “amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada; no juzguen, no condenen, perdonen, den”. Insisto, hermanos, dediquemos un rato tranquilo de este día para conversar con Jesucristo desde estas frases tan incisivas, que remueven nuestro corazón tantas veces duro, desagradecido e incluso malvado.

¿Cómo nos atrevemos a rezar el Padrenuestro si no nos comportamos como hijos de nuestro altísimo Padre? Jesús lo deja bien claro: si aman y hacen el bien a sus enemigos, serán hijos de Dios. Esto quiere decir que cuando no vivimos este amor, no somos hijos de Dios, aunque estemos bautizados.

Nuestro Padre es misericordioso, con entrañas de misericordia. Su Hijo Jesús ha venido a este mundo para revelarnos este amor misericordioso con su entrega hasta la muerte de Cruz. Desde la cruz oró por nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Como dice San Pablo: cuando éramos enemigos de Dios, Cristo murió por nosotros. Este amor infinito y desconcertante también se lo expresó al que llamamos el buen ladrón, que en realidad era un malhechor condenado a muerte.

Los musulmanes nos acusan de que el cristianismo es una religión de débiles: precisamente por este mandamiento de Jesús, que nos manda amar al enemigo y poner la otra mejilla. Pero nosotros sabemos que no hay mayor fuerza que ser capaces de amar como Cristo nos amó. Así nos lo dice en el Evangelio de San Juan: “les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros, como yo los he amado”. Y todos los cristianos hemos conocido y creemos en este amor de Dios. Es más, nuestra vida es Cristo y, con San Pablo, decimos: “vivo de la fe en el hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”.

“Cuando soy débil, entonces soy fuerte, así reside en mí la fuerza de Cristo”. Conocemos estas frases del apóstol, que nos ratifican la verdad del Evangelio. Muchos santos nos han dado testimonio de este amor, incluso al enemigo, especialmente todos los mártires, que han muerto perdonando de corazón a sus verdugos.

Realmente, queridos hijos, lo que hoy nos propone Jesús es la revolución del Evangelio. Jamás nadie había propuesto algo semejante. Por ello les digo de nuevo, que, para poder vivirlo, el mismo Espíritu Santo nos capacita y nos impulsa. Hemos de pedirlo cada día, pero especialmente en esos momentos en los que nos hierve la sangre con deseos de odio, de venganza, de indignación, de rencor y de violencia.

También hemos de suplicar la ayuda del Espíritu Santo cuando nos cansamos de dar y de prestar, sin que nos devuelvan a nosotros. Enseguida nos viene la tentación de que estamos haciendo el tonto y de que se están aprovechando de nosotros. Démonos cuenta de que el Señor incluso nos propone dejarnos robar: “a quien te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. Al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames”.

¿Quién puede aceptar lo que nos dice Jesucristo? Y, sin embargo, el Señor nos dice que si no vivimos este amor ¿qué mérito tenemos? Los paganos y los pecadores, los que no conocen a Jesucristo aman sólo a los que los aman, y hacen el bien a los que les hacen el bien. Sólo prestan a aquellos de los que esperan cobrar.

Nos quedamos con la última promesa del Señor, que lleva consigo premio para esta vida y para la vida eterna: “den y se les dará: les verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midieren, se los medirá a ustedes”.

Jesús nos asegura que, si somos hijos del Altísimo, será grande nuestra recompensa. El Señor no miente. Él es la verdad.

Oremos: Señor Jesús, danos un corazón como el tuyo capaz de amar al enemigo y de hacer el bien a quien nos odia. Un corazón que bendice al que nos maldice y que ora por los que nos calumnian. Un corazón que da y presta sin esperar nada. Un corazón misericordioso que no juzga y condena, y perdona siempre. Danos un corazón manso y humilde como el tuyo, como el corazón del Padre celestial. Amén.

#PalabraDelSeñor

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