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Comentario del Evangelio V Domingo de Cuaresma, Juan 8, 1-11

V DOMINGO DE CUARESMA

Muy queridos hijos:

Que la paz y la misericordia de Jesucristo, nuestro Salvador, estén con todos ustedes.

Llegamos ya al quinto y último domingo de Cuaresma, tradicionalmente llamado Domingo de Pasión. Y la semana que empezamos, también se llama Semana de Pasión. En algunas iglesias tienen la costumbre de cubrir las cruces y las imágenes hasta después de la celebración del Viernes Santo. Todo va encaminado para que nos centremos en la figura y la imagen de Jesucristo en su pasión, muerte en la cruz y sepultura.

Precisamente la gracia que pedimos, y que el Espíritu Santo quiere derramar en nuestros corazones, es la de recibir una participación en aquel mismo amor que movió a Jesucristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Compartiendo el mismo amor de Jesucristo, lo acompañaremos estos días con la mayor intensidad y con el mayor fruto en nuestras almas. Es lo que nos asegura San Pablo: si sufrimos con él, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él.

Somos fieles discípulos del Señor, y no lo vamos a abandonar en estos días. Nosotros entendemos muy bien lo que nos dijo: “el que quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. Estamos convencidos de que es verdad lo que dice Jesús: “el que quiera ganar su vida, la perderá; el que la pierda por mí y por el evangelio, la ganará para siempre”.

Desde la primera lectura del profeta Isaías el Señor nos anima y nos exhorta a no recordar nuestra vida pasada, porque ya hemos confesado con toda sinceridad nuestras culpas y pecados, sin ocultarle nada. Y él ha tenido inmensa misericordia para perdonarnos todo. En medio del desierto de nuestra vida él ha puesto corrientes de agua viva, para darnos de beber. Por ello, nosotros lo glorificamos y proclamamos su alabanza, con el salmo responsorial: “EL SEÑOR HA ESTADO GRANDE CON NOSOTROS, Y ESTAMOS ALEGRES”.

Durante la Cuaresma venimos sembrando con lágrimas de penitencia, de oración, de ayuno, de obras de misericordia, cada una de nuestras jornadas. Estamos seguros del fruto de nuestra austeridad: el Señor no nos miente, y nos va a dar un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Nos sentimos identificados con San Pablo en todo lo que nos dice en la segunda lectura. Así es, hermanos: todo lo consideramos pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Jesucristo, nuestro Señor. Todo es basura, al lado de Jesucristo, que es nuestro tesoro. Nos apoyamos en él, no en nuestra justicia. Somos justificados por su justicia divina, por la que se entrega con amor infinito a cada uno de nosotros, en obediencia del Padre. De esta manera conocemos a Jesús, y la fuerza de su resurrección nos alienta para compartir sus padecimientos. Estamos dispuestos a morir con él, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos.

Hemos sido alcanzados por Cristo. Y, como decía el profeta Isaías en la primera lectura, nos olvidamos de lo que queda atrás, porque ya se lo entregamos a nuestro Salvador; y nos lanzamos hacia la meta, hacia el premio, que el padre nos va a dar por medio de su Hijo Jesucristo. Éstos son los sentimientos y actitudes que el Espíritu Santo nos quiere infundir en esta Semana de Pasión, para que vivamos la mejor Semana Santa de nuestra vida.

La verdad es que siempre, hermanos, nos va a faltar conversión, nunca estamos del todo convertidos. Ningún Santo se consideraba Santo, sino gran pecador, necesitado de la misericordia constante del Señor. Por este motivo, nosotros acudimos cada día al trono de la misericordia de nuestro Dios, con toda confianza, porque él es compasivo, lento a la cólera y rico en piedad.

El Evangelio de la mujer adúltera siempre nos conmueve. Por un lado, esta mujer realmente había sido sorprendida cometiendo ese gravísimo pecado. Ella sabía que era merecedora de morir apedreada, según la ley de Moisés. Y los escribas y fariseos se la llevan a Jesús, que en ese momento estaba enseñando en el templo, para comprometerlo y poder acusarlo.

A ellos no les importa la mujer, seguramente habían apedreado a otras. Lo que quieren es poner a Jesús, como se suele decir, entre la espada y la pared. Saben que el Señor ha manifestado siempre, en su palabra y en su testimonio, una gran misericordia hacia los pecadores. De hecho, muchas parábolas como la del hijo pródigo del domingo pasado, reflejan los sentimientos del Corazón de Cristo.

Recordamos que el hijo mayor de aquella parábola quería justicia hacia su hermano menor, al que no perdonaba ni consideraba ya hermano, y exigía a su padre que lo castigara. Ya vimos que el padre lo desconcierta con ese gran perdón, por el cual le devuelve su dignidad de hijo amado. El Evangelio de hoy no es una parábola, sino un hecho real. Los escribas y fariseos lo han acorralado de tal manera que, responda lo que responda, van a poder acusarlo de blasfemo. Lo enfrentan directamente contra la ley de Moisés, que mandaba apedrear a las adúlteras. Si rechazaba el castigo de Moisés, ya tenían la prueba para vencerlo.

En el fondo, trataban de enfrentar la justicia y la misericordia divinas. Tremendo problema. Les interesa tanto la respuesta de Jesús, que le insisten para que dé su veredicto. Al final, como siempre, Jesús supera la prueba de una manera tan magistral, que ha quedado para testimonio de todos los hombres: “EL QUE ESTÉ SIN PECADO, QUE LE TIRE LA PRIMERA PIEDRA”.

Delante de la presencia real de Jesucristo, todo hombre, no solamente se ve pecador, sino que se le hacen patentes todas las miserias y maldades de su vida. Por ello, cuando nos cuesta ver y reconocer nuestros pecados, es porque no estamos tan cerca del Señor; es porque no dejamos que su Palabra y la acción del Espíritu Santo iluminen nuestra conciencia. Jesús, inclinado, escribía en el suelo, quizá para no ver las caras de los que se alejaban humillados.

Cuando ha quedado sola la mujer, el Señor se incorpora, la mira con misericordia, la perdona y le levanta la condena: “mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Yo te devuelvo la pureza y la castidad perdidas.

Esta última frase también nos la dice Jesús a ti y a mí, después de cada confesión: no te condeno por tus pecados, pero conviértete, no peques más de manera voluntaria. No me ofendas más, porque cuentas con mi gracia para superar las tentaciones y crecer en santidad. Yo estoy siempre contigo.

#PalabraDelSeñor

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