Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio Santísima Trinidad, San Juan 16,12-15.

Muy queridos hermanos:

Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes.

Domingo siguiente después de Pentecostés, celebramos al Santo más grande: nuestro único Dios y Señor, que es trino de amor. Un solo y único Dios, una única naturaleza divina, compartida por tres Personas, que desde toda la eternidad vive en la mayor experiencia de amor, hasta el punto de que las tres son el Amor, con mayúsculas.

¿Por qué conocemos nosotros el misterio de la santísima Trinidad? Porque nos lo ha revelado el mismo Dios. Desde el Antiguo Testamento sabemos que Dios es uno solo, porque no puede haber dos dioses. Cuando se revela a Moisés en la zarza ardiente se llama a sí mismo Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Israel. Es el Dios que comenzó y continúa la Historia de la salvación, eligiendo a un pueblo pequeño e insignificante para revelarle su misterio. Cuando Moisés le pregunta por su nombre, le responde “yo soy el que soy”.

Dios es el que es por sí mismo, el increado, el que existe desde siempre, el eterno, el todopoderoso. Pues bien, este Dios quiso, en su designio misterioso, darse a conocer al hombre, para que no lo buscáramos a tientas y con errores, sino en la plenitud de la verdad, que es él mismo. Llama la atención el detalle de que todos los pueblos, a excepción de Israel, eran politeístas o idólatras. De hecho, el pueblo elegido tuvo tentaciones y cayó en la idolatría, por contagio de los errores de los pueblos vecinos.

La esencia de la fe de Israel está resumida en ese versículo tan conocido: “Escucha, Israel, el Señor es el único Señor; no hay otro, amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. Es la declaración de la fe monoteísta del pueblo de Dios.

Pero, llegada la plenitud de los tiempos, aparece en Belén y luego en Nazaret un hombre, nacido de una mujer, nacido bajo la ley judía, que demostró con su palabra y su vida que era el Hijo único del único Dios. Demostró que era verdadero Dios y verdadero hombre, enviado por el único Dios, para manifestar y revelar el misterio de Dios: Dios no es un Dios solitario, sino que es Amor. Dios vive desde toda la eternidad la más profunda relación personal en sí mismo, dentro de su propio ser: la única divinidad, la única naturaleza divina, el único Dios es trino de amor, son tres personas distintas compartiendo el único ser de Dios.

Jesús de Nazaret predicó y dio testimonio de que Yahvé, el Dios de Israel y de toda la tierra, era su Padre desde toda la eternidad. Manifestó hasta la muerte que él era su Hijo amado, enviado al mundo como la mayor prueba del amor de Dios, tal como le dijo a Nicodemo: “tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su único Hijo”. Este Hijo es engendrado por el Padre desde toda la eternidad y, como dice San Pablo, llegada la plenitud de los tiempos, fue enviado por el Padre y nació de Santa María Virgen.

Todos sabemos que la causa principal de la muerte de Cristo fue la acusación de blasfemia. Se lo dijeron bien claro: te condenamos porque siendo un hombre te haces Dios, porque no tienes todavía 50 años y dices que antes que Abraham existiera existes tú, porque afirmas que quien te ve a ti, ve al Padre, ve al único Dios. Y así fue. Jesucristo reveló a Israel y a toda la humanidad el misterio escondido en Dios desde toda la eternidad: el misterio de la santísima Trinidad.

Dios es Padre porque desde toda la eternidad engendra a su único Hijo, por amor. El Padre y el Hijo, se aman desde toda la eternidad. El amor entre el Padre y el Hijo es la tercera Persona de la santísima Trinidad: el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Todo en Dios es amor, es el amor en esencia. Como nos recuerda hoy San Pablo, en la segunda lectura: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado”. Es este Espíritu Santo el que nos hace conocer y creer en este misterio admirable. Así respondemos en el salmo: “Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!”

Como reza la antífona de entrada de esta eucaristía: “Bendito sea Dios Padre, y el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”. La mayor misericordia ha sido que el Padre, al enviar al mundo su Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación, ha revelado a los hombres su admirable misterio. Por ello, le pedimos profesar la fe verdadera, reconocemos la gloria de la eterna Trinidad, y adoramos la Unidad en su poder y grandeza.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, dar gracias siempre y en todo lugar, al Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, que con su único Hijo y el Espíritu Santo es un solo Dios, un solo Señor; pero no es una sola persona, sino Trinidad de amor eterno. Lo creemos porque él mismo lo ha revelado, y por ello, proclamamos nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad y adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza divina e iguales en dignidad.

Hoy más que nunca, nos unimos a la alabanza de los ángeles y los arcángeles, los querubines y serafines, que no cesan de aclamar a la santísima Unidad, cantando una sola voz: Santo, Santo, Santo. Es el Espíritu Santo el que nos mueve a creer y a vivir de la única y verdadera fe. En virtud de esta fe, hemos sido justificados y estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por otro lado, profesar esta fe nos aprovecha para la salvación del alma y el cuerpo.

Antes de subir al cielo, Jesús nos encargó ir al mundo entero y proclamar la buena noticia, bautizando en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y haciendo discípulos suyos a todos los que creen. Nosotros fuimos bautizados en el nombre de estas personas divinas, y desde niños, nos santiguamos en su nombre y oramos al Padre y a Jesús, movidos por el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones. Es el Espíritu Santo el que glorifica en nosotros al Padre y al Hijo. Es el Espíritu Santo el que nos hace vivir como hijos amados de este Padre tan bueno, el único Padre. Los padres de la tierra debemos ser presencia y reflejo de papá Dios.

Esta es nuestra fe, esta es la verdad plena a la que nos guía el Espíritu de la verdad, el Espíritu del Padre y del Hijo. Este Espíritu nos comunica lo que está por venir. En estos 20 siglos han acontecido y se han cumplido muchas profecías. Como dice San Pablo, nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, porque la esperanza no defrauda, gracias al amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Pero todavía queda la segunda y última venida de Jesucristo.

Aleluya. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo; al Dios que es, al que era y al que ha de venir. Aleluya.

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