Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio | La Presentación del Señor | Lucas 2,22-40

En este Domingo de la Presentación del Señor, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

 

La Presentación de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor. Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al encuentro de su Salvador. Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, «luz de las naciones» y «gloria de Israel», pero también «signo de contradicción».

«Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de María, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor»».

María acepta sencillamente su purificación como un signo de sumisión a la grandeza de Dios, un signo de un amor verdadero.

Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento. Ir al templo era siempre un gozo para todo judío creyente y esta alegría se multiplicaba en los corazones de José y María al pensar que llevaban a la casa del Señor a aquel pequeño que tanto tenía que ver con Él.

El profeta Ageo cuando se construía este templo animaba a sus contemporáneos anunciando la importancia de lo que construían: “Vendrá el Deseado de todas las gentes y henchirá de gloria este templo”. Y la gloria estaba allí, pero no el brillo. El templo estaba siendo invadido por la presencia de Dios como jamás hombre había soñado. Pero aquel era un sol eclipsado en la figura de un bebé.

«También debían ofrecer un sacrificio, un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor».

Era la ofrenda de los pobres. Los varones primogénitos eran propiedad de Dios, signo permanente de la salvación de Israel, memoria de la pascua.

Max Thurian comenta: “María era en aquel momento figura de la Iglesia madre que todos los días presenta el cuerpo de Cristo en la Eucaristía, como memorial de la redención y la resurrección”.

«Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”».

Simeón es un hombre fiel a la ley,  pertenece al pequeño Resto, el pueblo de los Pobres, que aguardan en la esperanza «el consuelo de Israel». Era como un centinela al que Dios hubiera enviado para vigilar la aparición de la luz. Un anciano que miraba al futuro no solo de su propio pueblo, sino de toda la humanidad.

Sólo se enciende la luz para quien la ha buscado mucho. Simeón llevaba muchos años buscándola. Había envejecido en la espera, pero no había perdido la esperanza de que la encontraría. Por eso aquel día estalló de júbilo su corazón. Su vida estaba llena, completamente llena con la visión del Mesías. Ya podría morirse contento. Anciano como era se convirtió en profeta y evangelizador.

¡Corramos todos al encuentro del Señor, los que con fe celebramos y veneramos su misterio, vayamos todos con alma bien dispuesta! Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias al Padre de la luz, que ha arrojado de nosotros las tinieblas y nos ha hecho partícipes de la luz verdadera.

San Sofronio nos invita a celebrar así esta fiesta: “También nosotros, representados por Simeón, hemos visto la salvación de Dios, que él ha presentado ante todos los pueblos y que ha manifestado para gloria de nosotros, los que formamos el nuevo Israel; y, así como Simeón, al ver a Cristo, quedó libre de las ataduras de la vida presente, así también nosotros hemos sido liberados del antiguo y tenebroso pecado. También nosotros, acogiendo en los brazos de nuestra fe a Cristo, que viene desde Belén hasta nosotros, nos hemos convertido de gentiles en pueblo de Dios y hemos visto, con nuestros ojos, al Dios hecho hombre; y, de este modo, habiendo visto la presencia de Dios y habiéndola aceptado, por decirlo así, en los brazos de nuestra mente, somos llamados el nuevo Israel. Esto es lo que vamos celebrando año tras año, porque no queremos olvidarlo”.

«Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él».

Descubrieron que su Hijo había venido no sólo a salvar a Israel, sino a todos los hombres, que es la luz para todos. Los corazones de José y María debían de estallar de alegría, porque las palabras del anciano aseguraban una vez más la protección amorosa y providente de Dios sobre toda la humanidad.

«Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”».

Simeón añade ahora que el Niño será el Mesías sufriente profetizado por Isaías. Jesús es el Salvador, pero de aquellos que quieran aceptar su salvación. Será resurrección para unos y ruina para otros. Ante Él los hombres tendrán que decidirse, ante Él no es posible ser neutral.

Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido un «signo de contradicción» para las autoridades religiosas de Jerusalén, para los fariseos  más incluso que para la generalidad del pueblo de Dios. Si la Ley y el Templo de Jerusalén pudieron ser ocasión de contradicción entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel, la razón está en que Jesús, para la redención de los pecados —obra divina por excelencia—, acepta ser verdadera piedra de escándalo para aquellas autoridades.

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el cumplimiento de la palabra de Dios. La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado «delante de todos los pueblos».  La Cruz es el único sacrificio de Cristo único mediador entre Dios y los hombres. Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que  nos asociemos a su misterio de muerte y resurrección. Él nos llama a sus discípulos a tomar su cruz y a seguirle, porque Él sufrió por todos nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Él nos quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que somos sus beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

Nos dice Santa Rosa de Lima: “Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo”.