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Comentario del Evangelio IV Domingo de Cuaresma, Lucas 15,1-3.11-32

IV DOMINGO DE CUARESMA CICLO C

Muy queridos hijos:

Que la gracia, la misericordia y la alegría de Jesucristo, que nos ofrece la conversión, estén siempre con todos ustedes.

Desde este saludo inicial, he querido incluir la alegría, porque este cuarto domingo de Cuaresma se llama domingo “laetare”. Esta es la primera palabra, en latín, de la antífona de entrada de la santa Misa. El texto dice: “Alégrate, Jerusalén, y todos los que la aman, reúnanse. Regocíjense con ella todos los que estuvieron tristes para que exulten; mamarán a sus pechos y se saciarán de sus consuelos”.

¿De dónde proviene esta invitación a la alegría, en medio del camino cuaresmal, que es camino de austeridad, abstinencia, ayuno y penitencia? Es la alegría del amor misericordioso de nuestro Dios, que nos desconcierta con su ternura y su inmensa compasión. El Espíritu Santo quiere provocar en nuestros corazones la alegría, porque está más cerca nuestra reconciliación, nuestra paz, nuestra salvación.

Como pueblo cristiano, nos apresuramos, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales. En ellas esperamos, por la gracia de Dios, renacer con Cristo a una vida liberada de nuestras esclavitudes, vicios y pecados.

Desde la primera lectura, tomada del libro de Josué, se nos anuncia la liberación del oprobio de Egipto, es decir, de la esclavitud y del destierro. Lo que fue para el pueblo de Israel la entrada en la tierra prometida, después del largo desierto, es para nosotros la profecía de la llegada a la Pascua, donde comeremos el verdadero maná bajado del cielo, el Cuerpo resucitado y glorioso de Jesucristo, el Pan de la vida.

Con el salmo responsorial, bendecimos al Señor. Su alabanza está siempre en nuestros labios; nuestras almas se glorían en el Señor. La vivencia de la Cuaresma nos hace humildes y capaces de escuchar al Señor, sin endurecer el corazón, y, de esta manera alegrarnos por su salvación. Somos el pueblo que proclama la grandeza del Señor; juntos ensalzamos su nombre santo. Cada vez que consultamos al Señor en la oración, él nos responde y nos libra de todas nuestras ansias. Invocamos al Señor desde nuestra aflicción, y él nos escucha y nos salva de nuestras angustias. ¿Cómo no vamos a estar alegres con un Dios tan bueno? La respuesta del salmo resume esta experiencia: “gusten y vean qué bueno es el Señor”. Nosotros somos los que gustamos y vemos cuán suave es el Señor.

El cristiano es un pecador amado infinitamente por el Señor. Vivimos de su amor misericordioso. Y con María santísima proclamamos la grandeza del Señor, porque está mirando la humillación de los que somos sus siervos, y nos está entregando cada día el perdón que necesitan nuestros pecados. Nuestro espíritu se alegra en el Señor, nuestro Salvador. Y queremos y debemos anunciar a todos este amor misericordioso del Corazón de Jesucristo, muy especialmente a los que están más alejados, y por ello sus vidas no tienen sentido, y corren el peligro de condenarse eternamente.

Con San Pablo, exhortamos a todo hombre, en el nombre de Cristo, a que se reconcilie con Dios. Dios mismo, es decir, el Padre, ha reconciliado al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados, por medio de la sangre de su Hijo amado, el Cordero inmaculado. Termina la lectura de hoy con esta afirmación, que parece casi una blasfemia: “al que no conocía el pecado (Jesucristo), Dios (Padre) lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él“. Esta es la razón por la que, siendo inocente, se dejó bautizar en el río Jordán, porque cargaba sobre sí el pecado del mundo.

Sólo San Lucas nos relata la parábola del hijo pródigo, aunque, en realidad, debemos llamarla la parábola del padre misericordioso, tal como nos lo recomendó San Juan Pablo II. Sabemos que tiene una belleza literaria y una profundidad espiritual inabarcables. Siempre que la leemos y meditamos descubrimos y recibimos alguna gracia nueva para nuestra vida. El padre de la parábola le dice al hijo mayor que era preciso celebrar un banquete y alegrarse porque su hermano mayor estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado. Aquí tenemos el motivo fundamental de la alegría de este cuarto domingo de Cuaresma: la alegría del corazón de Dios Padre, que hace fiesta porque ha recobrado el hijo que se había perdido, porque ha vuelto profundamente contrito y humillado. La reacción del padre, cuando ve venir a su hijo menor nos llena de admiración, y nos quedamos mudos y llorando contemplando la escena. Dice el Evangelio que cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. La verdad es que no olería muy bien… Ya hemos comentado en otras ocasiones, a la luz de otros pasajes del Evangelio, que Jesucristo no tiene asco de nosotros. Sus entrañas están llenas de misericordia hacia los que somos pecadores.

Precisamente Jesús predica esta parábola como respuesta a la murmuración de los fariseos y escribas, que se escandalizaban porque Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos. No tenemos tiempo en este comentario de compartir con más profundidad algunos detalles más de este precioso texto sagrado. No dejemos de tener hoy un rato largo y tranquilo, delante de Jesús en el Sagrario, para conversar con él, en humilde oración. Seguro que nuestras almas experimentarán un profundo consuelo. Examinemos también nuestra vida, porque a veces somos el hijo menor y otras veces vivimos como el hijo mayor.

Tengamos mucho cuidado de no juzgar, despreciar y condenar a nadie, por muy graves que sean sus pecados. Dios Padre se asoma cada día, deseoso de salir al encuentro y de abrazar a sus amados hijos descarriados, para invitarlos, una vez purificados, al banquete celestial de la Eucaristía. No juzguemos la motivación del hijo menor para regresar a la casa de su padre, que era el hambre y la necesidad de sobrevivir. Él había renunciado a ser hijo y así volvía, pero el padre nunca renunció a ser su padre, lleno de ternura y bondad. Realmente hay una desproporción inmensa, que no se puede medir ni comparar, entre la actitud del hijo menor y la del padre que lo esperaba con un amor que desconcertó a este hijo y a nosotros.

Pero la parábola se queda corta todavía para presentarnos la realidad de la locura del amor de Dios. Dirá San Pablo que Dios Padre no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros. Así se lo dijo el mismo Jesús a Nicodemo: “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único hijo, para que todo el que cree en él, tenga vida eterna”.

Este amor lo vivimos cada día en el santo sacrificio de la Eucaristía, donde Jesucristo nos dice: tómame y cómeme, esto es mi Cuerpo, entregado por ti. Este soy yo, no dudes jamás de mi amor.

Aquí está la razón más profunda de nuestra alegría cuaresmal.

#PalabraDelSeñor

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