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Comentario del Evangelio III Domingo de Cuaresma, Lucas 13,1-9

Como hemos comentado en otras ocasiones, la liturgia de nuestra madre la Iglesia es muy pedagógica. Según su importancia los tiempos litúrgicos, tienen mayor o menor duración. Adviento, cuatro semanas; Cuaresma, cinco semanas; Pascua, siete semanas. Así nos damos cuenta de que el tiempo más importante es la Pascua, al cual nos prepara el santo tiempo que ahora estamos transitando.

Desde este tercer domingo, comenzamos la tercera semana de Cuaresma, que nos va adentrando cada día más en el misterio de Cristo que vamos a revivir. Nuestros ojos realmente están puestos en el Señor siempre, pero muy especialmente cuando nos ofrece días de gracia y tiempo de salvación tan importantes como estos. Creemos y sabemos que el Señor nos mira con piedad, porque nos ve afligidos y necesitados de conversión. Él quiere mostrar su santidad derramando sobre nosotros el agua pura que brota de su Corazón traspasado en la cruz. Quiere purificar nos de todas nuestras inmundicias, y darnos un Espíritu nuevo. Esta es la razón por la que no nos separamos de su amor infinito.

Además, estamos en el mes de marzo, mes del Santo más grande, nuestro querido San José, hemos celebrado en su fiesta principal el día 19. Cada día lo invocamos con más confianza y agradecimiento, porque sabemos que Jesús no nos niega nada de lo que él le pide de nuestra parte. San José siempre intercede por nosotros junto a María santísima, su esposa.

En la primera lectura, escuchamos, siempre con admiración, el bello relato del encuentro de Yahvé Dios con Moisés en el monte Horeb, es decir, en el monte Sinaí, desde la zarza que arde sin consumirse. Ante este espectáculo maravilloso Moisés se acerca y Dios le hace ver que el terreno que pisa es sagrado y que el mismo Dios está hablando con él. Se presenta como el Dios de sus Padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. El Señor Dios ha visto la opresión y la esclavitud de su pueblo en Egipto, ha oído sus quejas y conoce sus sufrimientos. Quiere bajar a librarlos y llevarlos a la tierra prometida, y lo va a hacer por medio de su enviado, Moisés. Desde este momento empieza una maravillosa historia de conocimiento y de amor entre Yahvé y Moisés, por lo que va a sufrir mucho en diversas pruebas, pero al final, saldrá victorioso como caudillo del pueblo elegido. En ese mismo monte, recibirá las tablas de la alianza y el pueblo de Israel realizará allí mismo el pacto sagrado.

San Pablo en la segunda lectura nos recuerda que Israel no fue fiel a esa alianza. Y por ello recibió el castigo de tardar muchos años en llegar a la tierra prometida, por sus frecuentes protestas y blasfemias contra Dios y contra Moisés. Dice el apóstol que aquella experiencia nos tiene que servir a nosotros de escarmiento, para que no codiciemos el mal. Que debemos ser muy prudentes y cuidar nuestra vocación, para que obtengamos el premio prometido. Para esto precisamente nos sirve la Cuaresma, para renovar nuestra vocación de pueblo de la nueva y eterna alianza. También nosotros caminamos por este desierto, con tentaciones, problemas y sufrimientos. Pero Jesucristo nos asiste cada día con su Santo Espíritu, para que podamos perseverar hasta el final.

El Señor en el Evangelio de este domingo nos habla de esta paciencia divina que, a pesar de que seguimos sin dar el fruto esperado, continúa cuidando su viña y la higuera que somos cada uno de nosotros. No se cansa de labrar nuestra tierra y de abonarla con su sangre y sudor. Nunca tira la toalla y nos apoya siempre. No se cansa de exhortarnos a la conversión, y nos ofrece continuamente los medios para que podamos lograr esa conversión y dar el fruto esperado. Estos medios los conocemos todos: la oración diaria buscando un rato tranquilo y largo; su palabra santa, meditada en su presencia cada día; el sacramento de la penitencia, fuente de su misericordia infinita; el sacramento de la eucaristía, expresión de su amor y de su entrega para darnos su vida divina; los ayunos y mortificaciones, para imitarlo en los días de su desierto; las obras de amor al prójimo, hechas con verdad y humildad; la devoción a María santísima, consoladora de los afligidos y madre de misericordia; etc.

Los que podemos participar en la Santa Misa diaria vamos escuchando y recibiendo la oferta de gracia y santificación a través de las lecturas, que leemos y preparamos antes de acudir a la celebración. Aunque no podamos asistir a la Eucaristía diaria, al menos no dejemos de leer, meditar y orar con la palabra de Dios, que nos ilumina y transforma, porque es el mismo Jesucristo.

Dice el apóstol Pablo que a nosotros nos ha tocado vivir en la última de las edades. Y así parece, hermanos, al contemplar los terribles acontecimientos del mundo en el momento presente. Pero no hemos de tener miedo, sino vivir constantemente a la sombra del Señor, que es compasivo y misericordioso. Una vez más el precioso salmo 102 nos llena de inmenso consuelo y esperanza, porque nos hace bendecir al Señor por su bondad, por su gracia, por su ternura, por su inmensa compasión. Él perdona todas nuestras culpas, cuando las confesamos arrepentidos y con verdadero propósito de la enmienda. Siempre es lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados. Hasta el final de nuestra vida, tenemos la oportunidad de dar el fruto que él espera de nosotros.

En el Evangelio, Jesús nos desconcierta con sus preguntas y respuestas, referidas a dos desgraciados acontecimientos en Jerusalén: la muerte de un grupo de galileos que estaban ofreciendo sus sacrificios, y los dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé. Estas dos terribles desgracias sirven a Jesús para exhortarnos a la conversión, porque no sabemos el día ni la hora en que vamos a morir. Todavía estamos a tiempo para cambiar de rumbo, para tomarnos en serio nuestra vocación cristiana, que es vocación de santidad. Lo hemos comentado en otras ocasiones: se vive más feliz cumpliendo los mandamientos de Dios y entregándonos al seguimiento de Cristo, que, llevando una vida tibia, mediocre mundana.

Aprovechemos al máximo estos días de Cuaresma, porque, repito, hermanos, pueden ser la última oportunidad para convertirnos. Dejemos que nuestro divino viñador cave a nuestro alrededor y eche estiércol. No sabemos si habrá un año más para que nuestra higuera dé el fruto esperado por el Señor, antes de ser cortada.

Acudimos a nuestro Padre, autor de toda misericordia y bondad, que acepta el ayuno, la oración y la limosna, que estamos practicando, como remedio de nuestros pecados; él mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con su misericordia a los que estamos abatidos por nuestra conciencia.

#PalabraDelSeñor

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