Comentario del Evangelio del Tiempo de Cuaresma Jn 9,1-41
¡Que la gracia y la misericordia del Señor estén con ustedes!
Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma, llamado domingo “laetare”, que en latín significa alégrate, tal como dice la antífona de entrada: “alégrate, Jerusalén, regocíjense los que estuvieron tristes para que exulten”. Al igual que el tercer domingo de adviento, el cuarto domingo de Cuaresma nos ofrece la alegría del Espíritu Santo, porque está más cerca la salvación que anhelamos, por la que estamos esforzándonos en la austeridad penitencial.
Nosotros, como pueblo cristiano, nos apresuramos con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales, porque estamos convencidos de que Jesucristo nos va a reconciliar con el Padre celestial y entre nosotros, renovándonos en cuerpo y alma por la eficacia santificadora de la palabra de Dios, de los sacramentos, de nuestras penitencias y del cumplimiento del doble amor, que Jesús nos recordaba el pasado viernes: amor al Señor por encima de otro amor y amor al prójimo como a nosotros mismos.
La primera lectura nos describe la situación desastrosa de Israel, tanto de los sacerdotes como del pueblo, que han multiplicado sus infidelidades, profanando el mismo templo consagrado. Israel ha rechazado a los mensajeros divinos escarneciéndolos y se ha burlado de los profetas. Por ello, Dios ha permitido la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia, donde han sido esclavos. Pero, en su gran misericordia, porque sentía lástima de su pueblo, el Señor movió a un rey pagano, Ciro, para que los desterrados pudieran volver a Jerusalén y reconstruir su templo. Realmente, hermanos, es admirable la providencia divina, que se sirve incluso de hombres paganos, para realizar su designio de salvación. Esto lo vemos claramente en la vida de Jesucristo, desde su nacimiento hasta su muerte.
Así es, como nos recuerda San Pablo: nuestro Dios es rico en misericordia, y por su gran amor, estando nosotros muertos por los pecados, nos hace revivir con Cristo, estamos salvados por pura gracia, incluso nos ha resucitado con Cristo y nos ha sentado con él en el cielo junto al Padre. Este misterio es el que estamos preparando en la Cuaresma, para vivirlo y experimentarlo en la Pascua: es como dice el apóstol, la inmensa riqueza de la gracia de Dios, de su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Estamos salvados por gracia mediante la fe; es don de Dios, no viene de nuestras buenas obras. En realidad, somos obra de Dios, que nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a practicar las buenas obras que él nos manda. Obras de amor y misericordia.
En el evangelio, entramos a contemplar la conversación entre Jesús y Nicodemo, y nos admiran las palabras de revelación del Señor. Le dice claramente que tiene que ser elevado en la cruz y en la resurrección, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque el amor del Padre al mundo, ha sido tan excesivo que le ha entregado a su unigénito, es decir, al mismo Jesucristo, para que, creyendo en él, no nos condenemos, sino que tengamos vida eterna. El Padre no envió a su hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo. Pero vendrá el juicio, y el que no haya creído en Jesús, único Salvador, será juzgado por el pecado mayor: no creer en el nombre del hijo único de Dios.
Lo dice bien claro: el juicio final de cada hombre y su destino eterno depende de aceptar o rechazar a Jesucristo, que es la luz del mundo. Muchos hombres siguen prefiriendo las tinieblas del pecado y las tinieblas del príncipe de este mundo, que es Satanás. Detestan la luz y no se acercan a la luz, es decir, no se acercan a Jesús y a su palabra, porque no quieren convertirse y no aceptan verse acusados por sus malas obras. Prefieren las tinieblas a la luz, porque sus obras son malas, están esclavizados por la oscuridad. Esto, queridos hermanos, nos tiene que preocupar al máximo, porque es el mayor problema de la humanidad y de cada hombre que vive lejos de Jesús.
Por ello, debemos experimentar angustia en nuestros corazones por la posible y real condenación de tantos hombres. Esto nos debe mover a orar mucho, a interceder y suplicar su conversión, a hacer penitencias y sacrificios por su salvación. Pero también el Espíritu Santo nos mueve a acercarnos a cada uno, para anunciarles a Jesucristo y la urgencia de su conversión y arrepentimiento, para que salgan de las tinieblas, para que se acerquen a la luz, y puedan obrar la verdad. Para que, tanto ellos como nosotros, realicemos obras según Dios, imitando al mismo Jesús, dejándonos mover por el Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones.
No podemos conformarnos con nuestra propia conversión y santificación, hemos de predicar con firmeza y cariño a los que están en peligro, no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de nuestros hermanos. Porque, al contrario de lo que dijo Caín, sí somos los guardianes de nuestros hermanos.
Vivamos la alegría de este domingo con el compromiso de compartirla con aquellos a los que acercamos a Jesús, el Salvador de todos.
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