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Comentario del Evangelio del II Domingo de Pascua, Juan 20,19-31

Que la alegría, la paz y la misericordia de Jesucristo resucitado estén siempre con todos ustedes.

Concluimos con este Domingo de la Misericordia la octava de Pascua, es decir, el día en que actuó el Señor, el día de la resurrección de nuestro Salvador. Abrimos el corazón para recibir la alegría del Espíritu Santo, y para dar gracias a Dios, que nos ha llamado a su reino celestial.

Los que hemos podido participar en la Eucaristía cada día de la octava de Pascua, hemos disfrutado muchísimo de varias apariciones de Jesús resucitado, narradas en los evangelios. En este domingo y el que viene también escuchamos dos apariciones del Señor glorioso. La que nos toca hoy es la famosa doble aparición a los apóstoles: la primera sin Tomás; la segunda con este apóstol incrédulo. Lo primero que constatamos es que Jesús se aparece el primer día de la semana judía; este hecho hará que los cristianos muy pronto dejen de celebrar el sábado judío y se reúnan el día del Señor, es decir, del domingo.

Ya llevamos bastantes años, desde que lo instituyó San Juan Pablo II, celebrando el segundo domingo de Pascua, el Domingo de la Misericordia. El domingo del Sacramento de la misericordia, que es la confesión, la reconciliación, la penitencia. Es importante también que caigamos en la cuenta de que somos perdonados de nuestros pecados, por la Sangre de Jesucristo y por la victoria de su resurrección: victoria sobre la muerte, Satanás y el pecado. De manera anticipada a Pentecostés, hoy Jesús sopla sobre los apóstoles el Espíritu Santo, para darles la capacidad de perdonar, en su nombre, todos los pecados. Por ello, hoy respondemos en el salmo, con júbilo espiritual: “Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. La confesión es también el sacramento que nos hace experimentar la alegría del Señor, que nos perdona con infinita ternura y compasión.

Nos fijamos también en otros detalles de este pasaje evangélico. Primero, que los discípulos están en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Este temor no se les va a ir tan fácilmente, a pesar de que vean a Jesús vivo y de que toquen su Cuerpo glorioso y lo vean comer delante de ellos. ¿Es que no es suficiente ver a Jesús resucitado para perder todo temor? Pues no. Hasta que no reciben la plenitud del Espíritu Santo el día de Pentecostés, no son capaces de anunciar a Jesucristo y su victoria.

Aquí hay también una enseñanza importante para nosotros, hermanos: sólo con la fuerza del Espíritu Santo podemos ser testigos de Jesús y anunciar su salvación. Por ello, la Pascua es también tiempo de Pentecostés; es tiempo de desear, pedir y recibir el Espíritu de Jesús resucitado, que hizo nacer la Iglesia y lanzar la primera evangelización, que nos narra la primera lectura de casi todos los días de este tiempo santo.

Nos cuenta hoy San Lucas en la lectura de los Hechos de los Apóstoles como, desde el día de Pentecostés, crecía y crecía el número de los creyentes: una multitud, tanto de hombres como de mujeres, aceptaba la predicación de los apóstoles, se convertían, se hacían bautizar y se incorporaban a aquella primera comunidad de Jerusalén. Pero también aparece el detalle de que los apóstoles, en particular San Pedro, realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo; hasta el punto de que empezó a venir mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando enfermos y endemoniados. Todos eran curados en el nombre de Jesús de Nazaret. Esto es hermoso, hermanos: se cumple la promesa del Señor, de que sus discípulos iban a realizar milagros, como manifestación de la presencia y el poder del Resucitado.

En la segunda lectura, San Juan, desterrado en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús, nos cuenta la maravillosa visión que tuvo el día del Señor, es decir, un domingo. Escuchó la voz potente de Jesús en la gloria celestial, en medio de siete candelabros de oro. El apóstol cae a sus pies como muerto, pero el Señor pone su diestra sobre él y le dice: “no temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo”. Sobrecogedora visión que le manda escribir y enviar a las siete iglesias.

Este último libro de la Biblia, el Apocalipsis, realmente nos hace entrar en la misma gloria del Cielo. Es la casa del Padre celestial, donde Jesús nos ha preparado una morada y donde están inscritos nuestros nombres. ¡Qué hermosa es nuestra fe! Nuestro rey vencedor, se apiada de la miseria humana y quiere darnos a sus fieles parte en su victoria santa. Porque la muerte no manda en Jesucristo, él vive ya resucitado, inmortal y glorioso, a la derecha del Padre.

Por ello, durante la Pascua ofrecemos ofrendas de alabanza a gloria de la Víctima propicia de la Pascua: es el Cordero inmaculado que salva a los culpables, y ofrece su divina misericordia a los que se acercan a él, humildes y penitentes, reconociendo sus pecados.

Podríamos decir también, queridos hijos, que el Sacramento de la misericordia es el Sacramento de la Paz. De esa paz que Jesús resucitado ofrece en sus apariciones: “Paz a ustedes”. Jesús nos entrega su misericordia y su paz mostrándonos las manos con sus llagas gloriosas y su costado abierto para siempre. Costado abierto, manos llagadas extendidas para perdonar siempre, para entregar la alegría de la salvación. Jesús, a través del sacerdote, nos impone sus manos y el Espíritu Santo purifica y renueva nuestras vidas.

Muchos de nosotros, en la consagración de la Misa miramos el Cuerpo y la Sangre de Jesús y repetimos las palabras de Santo Tomás “¡Señor mío y Dios mío”! Ninguno de nosotros hemos visto a Jesús con su humanidad, y, sin embargo, creemos con una fe que nos salva y da sentido a nuestra vida.

Apóstol Tomás, te perdonamos tu incredulidad, porque gracias a ella Jesucristo nos felicita y nos llama bienaventurados: “bienaventurados los que crean sin haber visto”.

Sí, Jesús, nosotros creemos que tú eres el Mesías, el hijo de Dios y, creyendo en ti tenemos vida en tu nombre: esto es lo que predican Pedro y los apóstoles. No hay otro Salvador fuera de ti. No se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos: Jesús, Jesús, Jesús.

#PalabraDelSeñor

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