Comentario del Evangelio

Comentario del Evangelio del Domingo de Resurrección, Juan 20,1-9

Muy queridos hijos:

Que la alegría y de Jesucristo resucitado estén siempre con ustedes.

“He resucitado y aún estoy contigo, aleluya; me cubres con tu mano, aleluya tu sabiduría es sublime, aleluya, aleluya”. Esta es la primera antífona de entrada de la solemne eucaristía de este domingo de resurrección. Desde hace más de cuarenta días no entonábamos el aleluya, como signo de austeridad penitencial. Pero desde anoche, en la vigilia Pascual, es nuestro grito de júbilo: ¡alabad a Yahvé!

Exulten, por fin, los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, por la victoria de Rey tan poderoso. Desde anoche cantamos con inmenso gozo, unidos a los ángeles y a todos los creyentes en Jesucristo vencedor, el himno del Gloria. Así es, los ángeles son testigos de la resurrección y anunciarán a los apóstoles y a las mujeres el triunfo sobre la muerte del que ya no está en el sepulcro. También los ángeles enviarán a los primeros testigos de este acontecimiento para que lo comuniquen a los hermanos. Pero será el mismo Resucitado el que se les aparezca glorioso, para inundarlos de inmensa alegría, fe, consolación y fortaleza.

Comenzamos hoy un periodo de cincuenta días, en el que vamos a compartir la lectura del libro de los Hechos de los apóstoles y del Evangelio de San Juan. El Espíritu de Jesús resucitado será quien nos haga tener experiencia del triunfo glorioso de Jesús, y nos empujará a anunciar la más hermosa y la más bella noticia de todos los tiempos de la historia de la humanidad: ¡Jesucristo ha resucitado y, a los que creen en él, también los resucitará en el último día!

La tierra goza, inundada de tanta claridad. Radiante con el fulgor del Rey eterno, se siente libre de la tiniebla que cubría el orbe entero. La Iglesia, nuestra madre, se alegra revestida de luz tan brillante. Y nosotros, pueblo santo de Dios, aclamamos a nuestro Salvador. El pregón pascual, proclamado anoche a la luz del cirio, que nos alumbrará durante toda la Pascua, nos desafiaba con afirmaciones provocadoras de la verdadera fe: ¡Feliz la culpa, que nos mereció tal Redentor! Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. Él ha pagado, por nosotros, al eterno Padre, la deuda de Adán; y, derramando su sangre, ha cancelado con misericordia el recibo del antiguo pecado.

Este cirio pascual, que es el símbolo de Jesucristo, luz del mundo, fue bendecido, marcado y encendido, como signo de que las tinieblas y su príncipe, Satanás, han sido derrotados para siempre. Los que confesamos nuestra fe en Cristo, hemos sido arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado. Hemos sido restituidos a la gracia y agregados a los santos.

Cristo ha roto las cadenas de la muerte, y asciende victorioso del abismo, del seno de Abraham, de los infiernos; a donde bajó a rescatar a los justos, que esperaban su liberación. Para rescatar al hombre, esclavo del pecado y de la muerte, el Padre entregó a su Hijo único. Su ternura y su caridad son incomparables. Es el beneficio más asombroso de su amor por nosotros.

La resurrección de Cristo ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos y la alegría a los tristes. La victoria de Jesucristo ha unido definitivamente al hombre con Dios, al cielo con la tierra. Ha amanecido el Lucero que no conoce ocaso, y que alumbra a todo hombre que cree en él. Al salir del sepulcro, Cristo brilla sereno para el linaje humano. Nosotros, deslumbrados por su resplandor, lo seguimos con absoluta confianza, llenos de un gozo espiritual, que nada ni nadie nos podrá arrebatar.

Desde hoy Jesús hace nuevas todas las cosas. Es la nueva creación, comienzan los cielos nuevos y tierra nueva, en la esperanza de la segunda venida del Redentor del hombre. Somos ya ciudadanos del cielo y, rebosantes de gozo pascual, ofrecemos al Padre el sacrificio en el que tan maravillosamente renace y se alimenta la Iglesia. Él nos protege con misericordia perpetua, nos defiende de toda asechanza del pecado y nos renueva por medio de los sacramentos pascuales, para llegar a la gloria de la resurrección, colmados con el premio de la inmortalidad.

Terminados los días de la pasión del Señor, inmolado el Cordero inmaculado, participamos en los gozos de las fiestas de Pascua y, por la gracia de Cristo, esperamos llegar, con espíritu exultante, a las fiestas que se celebran con alegría eterna. La bendición de nuestro Dios desciende sobre nosotros y nos acompaña siempre.

¡Que hermosa es nuestra fe! Nada ni nadie puede arrebatarnos el estar siempre alegres en el Señor. Nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios, manifestado en Jesucristo, muerto y resucitado. La muerte ha sido vencida; Cristo nos ha abierto las puertas de la eternidad. Los que celebramos la solemnidad de la resurrección del Señor, vamos a ser renovados por el Espíritu Santo durante esta Pascua.

Cristo ha resucitado, el primero de todos. Y él los resucitará a la luz de la vida. El Espíritu Santo nos hace testigos de la victoria de Jesucristo y nos impulsa a predicar, dando solemne testimonio de que ha sido constituido juez de vivos y muertos. No hay otro nombre en el que se pueda encontrar la salvación.

Lo vamos a cantar muchas veces desde hoy: “este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya. La diestra del Señor es poderosa y excelsa; y con su poder vivimos para contar su mayor hazaña, su mayor portento, su milagro más patente: la resurrección.

Nuestro rey vencedor se apiada de la miseria humana y nos da parte en su victoria santa. En estos días santos renovaremos el sacramento que nos hizo morir y resucitar con Cristo. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Por ello buscamos los bienes de allá arriba, donde está nuestra patria.

¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! La muerte en ti, Jesús, no manda. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección: ¡ven, Señor Jesús!

#PalabraDelSeñor

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